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miércoles, 24 de abril de 2024

EL LIRIO Y EL PÁJARO


col zapatero

 

La humildad lo es todo. Sin embargo, tiene poco prestigio mientras que socialmente tiende a desaparecer de la cultura que nos rodea, proclive al individualismo; sus consecuencias no pueden ser peores: egoísmo, subjetivismo y narcisismo. No es la mejor tarjeta de visita para una sana convivencia, tal y como atestigua el volumen de trabajo de los psicólogos y los psiquiatras. Jesús de Nazaret no hablaba por hablar.

Ser humilde no significa ser simple o inseguro. Todo lo contrario, una persona que posea una adecuada autoestima es la que puede desarrollar mejor los valores de la humildad. Desde luego que no es virtud de necios.

Si nos centramos en el Evangelio, no se puede ser cristiano verdadero sin vivir seriamente la humildad; porque imita a Cristo: “El que sea el mayor entre vosotros que se haga como el menor, y el que manda que sea como el que sirve” (Marcos 10,43). “Si no os hacéis como niños, no podréis entrar en el reino de los cielos” (Mateo 23,12; 18,3). Miradme a mí, “que no he venido a ser servido, sino a servir” (Marcos 10,45).

Venid a mí, que soy manso y humilde de corazón... Dios se ha hecho pequeño, para que podamos ser grandes, con grandeza verdadera: la humildad de corazón. Esta humildad de Dios se nos hace presente de una manera radical, en el misterio de la Encarnación para integrarse por amor en nuestra historia, y compartir así plenamente lo que somos y lo que tenemos, incluyendo las limitaciones propias de nuestra condición menos en el pecado.

El filósofo Soren Kierkegaard elige otro pasaje del Evangelio para recrear una fábula en torno al pasaje de los lirios del campo y de las aves del cielo (Mateo, Lucas y el apócrifo Tomás), advirtiendo de los riesgos de la falta de humildad. Lo sencillo, que no simple, es sabio:

Había una vez un lirio que crecía sano en un lugar apartado, junto a un arroyo. Era una flor que vivía despreocupada y alegre. El tiempo pasaba felizmente hasta que un día se le acercó un pajarillo; habló con el lirio y le cantó alguna cancioncilla. El pájaro volvió al día siguiente, y al otro… Después de una semana, de pronto se ausentó unos cuantos días, hasta que al fin otra vez regresó diariamente. Esto le pareció al lirio extraño; pero sobre todo suele ocurrir lo que le pasó al lirio: a medida que se alternaban sus visitas con sus ausencias le echaba más en falta por el cariño que le iba cogiendo al pájaro. Pero aquel pajarillo no era un buen pájaro, trataba casi todo el tiempo de darse importancia, utilizando para ello la libertad de ir y venir que no tenía el lirio y haciéndole sentir a este lo atado que estaba a la tierra.

El pájaro se daba importancia y acababa sus peroratas con alguna humillación: “Comparado con ellos pareces un don nadie. Eres tan insignificante que no sé con qué derecho te llamas a ti mismo un lirio”. Cuanto más escuchaba al pájaro, el lirio se pasaba el día pensando que era un desgraciado, que no era justo estar sujeto al suelo. El murmullo del agua, que siempre lo había acompañado, se le antojó aburrido y los días se le hicieron cada vez más largos. No aceptaba su condición envidiando el vuelo del pájaro.

Y empezó a decirse: ¿Por qué no me tocó existir en otras circunstancias? Por fin, un día, la flor se confió al pájaro y le contó sus deseos. Le pidió ayuda para cambiar. Por la mañana temprano vino el pajarillo; con su pico echaba a un lado la tierra que rodeaba la raíz del lirio para que éste pudiera quedar libre. Terminada la tarea, el pájaro se irguió vanidoso, ascendió sujeto en el pico del pájaro… ¡Pero se marchitó por el camino!

Las personas humildes triunfan porque escapan de los trastornos de la altura y se valoran por lo que son y, a la vez, son capaces de valorar a los demás, lo que conduce a la sana colaboración. Si el preocupado lirio se hubiera contentado con ser lirio donde nació, no habría llegado a preocuparse comparando su naturaleza con la del pájaro; hubiera permanecido en su lugar, y ahí hubiese sido el mejor lirio que él pudiera llegar a ser. Y quien dice lirio, dice cualquiera de nosotros.

 

Gabriel Mª Otalora

ECLESALIA

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