Estamos leyendo estos días el capítulo seis del evangelio de San Juan, un largo capítulo con mucho contenido teológico. Si somos capaces de no pasar de largo y nos adentramos en el evangelio, en la intención de Jesús, y en lo que la primera comunidad cristiana nos quiere transmitir, nos ayudará en nuestro camino de discipulado.
Un alimento tan básico como el pan para muchas culturas, el alimento de los pobres como nos comentaba alguien, se convierte en uno de los símbolos principales del cristianismo, ¿por qué?
Son muchos los pasajes de los evangelios en los que Jesús: da de comer a los que le escuchan, multiplica el pan para que toda la multitud quede saciada, sienta a la mesa a personas enfrentadas entre sí, y al final de su vida se da él mismo como verdadera comida, entregando su cuerpo, todo su ser para la vida de muchos. Su legado es que hagamos lo mismo unos con otros.
Hacer pan, algo tan común sobre todo en los pueblos, propio del tiempo de nuestras abuelas, suena hoy como un lujo que no nos podemos permitir: no tenemos tiempo.
Los ingredientes nos vienen dados. El largo proceso hasta conseguir la harina, pasa por sembrar la semilla, darle tiempo a que se pudra en la tierra, esperar a que crezca, segar el campo, separar el grano de la cizaña, triturarlo… nos recuerda que el discipulado no es un camino fácil y que hay que saber vivir las diferentes etapas hasta convertirnos en un ingrediente apto para mezclarnos con los demás. Algo similar ocurre con el aceite. El agua nos viene dada como regalo y por eso, a veces la damos por supuesta. La levadura, la sal, no son imprescindibles aunque le añaden textura y sabor.
Cuando me coloco delante de todos estos ingredientes siento un gran respeto por lo que tengo delante porque sé que al mezclarlos se producirá una reacción que dará lugar a una masa “viva”. Esa es la sensación que experimento cuando después de mezclar todo lo saco del recipiente y lo pongo en una superficie plana para amasar. Cuanto más amaso, más flexible se vuelve… tiene vida propia y por eso crece si la dejo reposar. Amasar con otros es lo mejor que nos puede pasar. Cada persona le da una forma diferente a su pan pero aprendemos mirando y observando.
Tiene que pasar por el calor del fuego, se tiene que cocer, hasta hacerse crujiente, comestible, nutritivo. Su olor nos transporta al hogar, a la madre, a la mesa compartida con hermanos con sus risas y sus llantos. Es alrededor de la mesa donde nos sinceramos, compartimos lo mejor de nosotros y nos comprometemos con la vida propia y de muchos.
Si Jesús hubiera querido se podía haber quedado al nivel de dar de comer a todos, de luchar por la justicia distributiva y habría sido aplaudido por las masas, incluso aquellos que sustentaban el poder no se habrían puesto en su contra de una forma tan virulenta.
Jesús nos presenta el Reino como un cambio radical de valores, de comportamiento que está ya sembrado en cada ser humano; lo único que hay que hacer es, descubrirlo. Cuando nos quitamos las caretas y nos presentamos tal y como somos experimentamos no solo la felicidad propia, sino que le damos una vuelta de 180 grados a las relaciones humanas (y con el resto de los seres vivos), basadas en la solidaridad y la sostenibilidad.
La Tierra, el Universo no está acabado; es una Cosmogénesis en la que tu y yo aportamos nuestro grano de arena para que continúe su evolución. Cuéntanos lo que tú haces con tus manos. Ellas también son tierra y son co- creadoras con Dios de este mundo maravilloso que se nos regala cada día.
Carmen Notario, SFCC
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