(HISTORIA INFAME)
En el año 1936, tras la sublevación militar, los párrocos de los pueblos
tomaron mayoritariamente partido por los alzados, en quienes veían unos
valedores que les iban a devolver el poder que detentaban antes de la
llegada de la República. Bien sabían estos curas que el alzamiento era
ilegal y que se estaba haciendo mediante el derramamiento de sangre
inocente. Prácticamente en todas las localidades, falangistas y guardias civiles
desleales detenían a las autoridades legales, a los dirigentes
sindicales, a los obreros significados, a sus mujeres y a sus
familiares, y los sometían a tratos inhumanos, golpeando, violando,
robando y asesinando a muchos de ellos.
Foto: Curas del 36 en Valladolid
El mandato de los religiosos está bien claro para todos: su deber era
detener la violencia, impedir los crímenes y acabar con la orgía de
sangre que se desataba sobre la población civil, inerme e indefensa. Sin
embargo, la Iglesia desoyó estos mandatos sagrados y alentó a sus
párrocos a que se unieran al golpe, al que de inmediato bautizaron como
Cruzada, otorgándole todas sus bendiciones.
Los curas tenían una gran autoridad moral. Allí donde se opusieron a los crímenes, éstos no se produjeron. Pero por desgracia para las
víctimas, para sus familias, para los pueblos y para su propia imagen y
la de la Iglesia, la gran mayoría de los curas apoyaron decididamente
el alzamiento y sus procedimientos sanguinarios, y a veces no solo
intelectualmente o dando su bendición a los asesinos, sino también
materialmente, con las armas en la mano.
Cegada por la posibilidad de ejercer su poder sobre la sociedad
entera, la Iglesia católica se dedicó a forzar la voluntad de los
ciudadanos que se habían salvado de la muerte obligándolos a casarse por
la iglesia, a bautizar a los hijos de los que no eran católicos
cambiándoles incluso el nombre si no estaba en el santoral, a penalizar a
las personas que no asistían a misa, llevando al día la relación de los
que no se confesaban o no comulgaban. Daba igual que esas personas no
fuesen creyentes o que profesasen otra religión. La iglesia católica
reclamó para sí la obediencia debida de todos los ciudadanos y la obligatoriedad de las prácticas religiosas por las
buenas o por las malas. La coacción, la amenaza, los malos informes que
destruían la vida de la gente o el señalamiento de los que ellos
denominaban “malos cristianos” fueron la seña de identidad de una
iglesia inquisitorial, cuyos ministros causaron mucho daño y dolor con
sus actos o su pasividad.
Obligar a una persona a practicar la religión en contra de su
voluntad está considerado sacrilegio por la propia iglesia, lo que no
fue obstáculo para que se implantase la religión de manera obligatoria
en todo el país y a todos los niveles de la vida: en la enseñanza, las
instituciones, las costumbres sociales y la vida personal.
En muchas localidades de nuestra provincia y en la propia capital, la
actuación de los curas fue tan inhumana, tan cruel y tan alejada de lo
que puede considerarse un comportamiento cristiano, que quedó impresa en
la memoria de los vecinos. Estos curas, que por su posición hubieran
podido mediar a favor de las víctimas, muchas veces aparecieron al lado
de los verdugos, contribuyendo con sus acciones a empeorar la suerte de
sus vecinos. Es una verdadera lástima que la iglesia católica pierda
oportunidad tras oportunidad de desmarcarse de estos elementos,
condenando sus acciones y pidiendo perdón por su actuación en aquellos
años de crimen y terror.
Foto: La actuación de los curas según la memoria de los testigos
Juan Julián, párroco de San Ildefonso, en Valladolid, acudía a las
Cocheras de Tranvías para catequizar por las buenas o por las malas a
los allí detenidos, aunque se declarasen ateos, agnósticos o
protestantes. Acudía a las sacas, dejándose ver por los presos, quienes
por su presencia detectaban que iba a producirse un asesinato. Dos o
tres curas de Los Filipinos solían acompañar a las patrullas falangistas
en sus acciones. Llevaban camisa azul e iban armados. Se les llegó a
conocer bien y se les reconocía por su tonsura y sus medallas y
escapularios. Además eran los encargados de catequizar a los presos de
Las Cocheras. Se llamaban el padre Tirso y el padre Baladrón. Sus
homilías eran amenazadoras. Una frase que repetían continuamente y que
quedó grabada en la memoria de los detenidos era: “Habéis pasado por una
criba ancha; ahora pasareis por otra más fina, y al final no quedará
nadie”. Y hubo gente que se atemorizó y marchaba a comulgar, pensando
que los curas darían buenos informes y que podrían salir, pero estaban
muy equivocados, pues aquellos curas deseaban de verdad que no quedara
nadie. (Testimonio de J. P. R., preso en Las Cocheras).
Padre Cid: adscrito a la Cárcel Nueva, impartía la misa obligatoria,
descalificaba y humillaba a los presos e intentaba que recibieran los
sacramentos cuando los iban a fusilar. Más adelante fundó un Patronato
para menores, a donde fueron a parar muchos hijos de estos mismos
fusilados; allí intentaba “reeducarles”. Ese lugar, “Cristo Rey”, se
financió con el trabajo esclavo de los presos.
Rufino Caldevilla, párroco de La Magdalena y sobrino del canónigo
Valero Caldevilla, acudió al Alto del León, presa de un ataque de
patriotismo, según testimonio de J.L. Galindo, un falangista camisa
vieja, que estuvo con él; iba armado. Es un alegre clérigo… me lo
imagino disparando trabucos y no le cae mal la imagen… Cuando regresó a
Valladolid y volvió a hacerse cargo de la parroquia, denunció a aquellos
vecinos que bajo su punto de vista eran “indeseables”. Anteriormente se
había mostrado beligerante con los sectores de la izquierda, y cuando
se produjo el golpe colaboró con eficacia: denunció personalmente a la
familia de Heraclio Conde, quien fue fusilado junto con sus dos hijos
varones (testimonio de Conde Conde).
Eladio Tejedor Torcida, párroco de Barcial de la Loma en 1936, estaba
enfrentado con las gentes de izquierdas desde el advenimiento de la
República. Cuando se produjo el golpe, el alcalde impuesto por los
golpistas fue Vicente Vázquez de Prada, que era partidario de detener y
entregar a los izquierdistas, pero se opuso a que los mataran. El cura
insistió e insistió en la necesidad de “limpiar el pueblo, como se
estaba haciendo en todos los pueblos de alrededor”, y al final se hizo
así. Este cura, tras inducir al asesinato del alcalde elegido, Modesto
Rodríguez, obligó a la viuda a bautizar al hijo de éste y a cambiarle el
nombre que su padre le había puesto (Besteiro). Otro acto de este cura
fue el de casar in extremis al vecino Florencio Sinde, destrozado por
las torturas recibidas, con brazos y piernas rotos e inconsciente en los
calabozos del ayuntamiento de Barcial; este hombre estaba casado por lo
civil, y antes de rematarlo, hizo que llevaran allí a su esposa y los
casó religiosamente (testimonio de la esposa).
Florentino, cura de Bocigas, acompañaba a las patrullas de asesinos, según él para confesar a las víctimas.
Lorenzo Pérez González “Lucilina”, fue uno de los máximos
responsables de los hechos sangrientos ocurridos en el pueblo de
Villabáñez. Mantenía un enfrentamiento directo con los vecinos de ideas
izquierdistas y con la Corporación Municipal; intervenía en las
cuestiones políticas, en los temas económicos, como la gestión de los
montes comunales; impulsó un sindicato católico, con el que se
enfrentaba a la Casa del Pueblo… El propio arzobispo Gandásegui llegó a
decir de él que “había envenenado al pueblo”. En 1936 designó a las
víctimas y no movió un dedo para frenar la represión desatada contra los
vecinos, aunque salvó al que le pareció oportuno, con lo que demostró
que tenía poder para haber impedido la matanza.
José de Rojas Martín, ejercía como párroco en Castrillo Tejeriego,
donde dio el visto bueno y firmó la lista de los que debían ser
represaliados. La madre de este cura iba diciendo por el pueblo que
“había que fusilar a los hijos de los detenidos, porque llevaban el
mismo camino que sus padres”.
Sergio Martín Martín, procedente de Medina de Rioseco, donde también
colaboró en la elaboración de las listas de los que debían morir, estaba
en Castromonte como párroco. En julio de 1936 se encontraba en
Asturias, pero pudo regresar a mediados del mes de septiembre, y fue
entonces cuando comenzó la represión en Castromonte. Muchos testimonios
le atribuyen responsabilidad directa en muertes ocurridas en Rioseco y
la zona de la Santa Espina, además de las ocurridas en Castromonte.
Ictinio, párroco de Tiedra, ayudó a elaborar las listas de víctimas;
alentó a los falangistas de la localidad, y fue directamente responsable
del asesinato de David Criado, un vecino que estuvo detenido y regresó
al pueblo al finalizar la guerra.
Bibiano del Campo Mucientes, natural de Villalba de los Alcores.
Estaba de párroco en Wamba en la época de la sublevación. Colaboró
haciendo listas y también de manera material: él mismo llevó cuerdas
para atar a los detenidos.
Pablo Rojo era párroco en Mojados. En los locales del ayuntamiento
estaban detenidos medio centenar de vecinos. El día 25 de julio, los
sublevados del pueblo decidieron asesinar a varios de ellos. El cura
acudió a la prisión e intentó confesarlos con argucias y amenazas. A
pesar de los ruegos de las familias y de la cantidad de huérfanos que
dejaban y de que el cura sabía positivamente que todos eran inocentes y
que los asesinatos se producían sin juicio ni asistencia de autoridad
legal alguna, Pablo Rojo colaboró con los asesinos hasta que el último
detenido subió al camión. Ese día 25 vecinos de Mojados fueron
trasladados al puente que une los términos de Boecillo y Laguna de Duero
y tiroteados allí. Algunos no fallecieron en el acto y cayeron al agua
con vida. Por fin los remataron a todos. Uno de ellos, J.N. logró llegar
herido, hasta el Coto del Cardiel, donde el guarda de campo lo remató
con su escopeta.
Andrés del Amo, de Saelices. Fue un inductor fundamental de los
crímenes cometidos en Villacarralón, donde era párroco, pues señaló a
los vecinos que según él eran peligrosos. Años después de la guerra,
vino al pueblo un cura nuevo. Estando en la plaza, un hijo de Petra
Cimas, asesinada por una patrulla venida de otros pueblos ante los ojos
de sus dos hijos, lo reconoció como integrante de una de las patrullas y
se dirigió a él: “Usted bajaba de paisano a detener gente”. El cura se
llamaba Jesús Ceinos Casero, y fue reconocido por otros vecinos como uno
de los hombres que iban sacando a la gente de sus casas en el verano de
1936, vestido con un mono azul y armado con un fusil.
Teodosio era el nombre del párroco de Quintanilla de Abajo. Cuando se
pidió el indulto de los condenados a muerte dijo en la puerta de la
iglesia ante muchos vecinos que si les conmutaban la pena, él quemaba la
sotana.
Fotos: Curas en el frente
La presencia de curas en el frente fue frecuente. Particularmente
abundaron en la zona del Alto del León. Iban vestidos con mono y
armados. Otros muchos iban de visita, acompañando a grupos.
Núñez, jesuita, coadjutor de la parroquia de San Juan, en Valladolid,
marchó al Alto del León en julio del 36, integrado en el grupo de
falangistas como combatiente. Este cura, bastante joven, murió en un
bombardeo en el Alto del León a finales de julio de 1936. Juan Martínez,
cura combatiente, murió en el frente.
Padre Nevares, jesuita: recibió en San Rafael a los falangistas que
se iban a incorporar al frente en julio del 36. Al llegar al Hotel
Regina, donde comían estas tropas, el padre Nevares vestía mono azul y
llevaba casco y una gran cayada. Era beligerante y además confesaba a
los voluntarios. Ramón Arregui Moliner, falangista, quiso confesarse con
él tras una escaramuza en la que disparó y mató a soldados enemigos.
Después relató, escandalizado, que el cura le dijo: “Eso no tiene
importancia: es la guerra”. Este cura estuvo siempre a la cabeza de las
fuerzas golpistas en San Rafael, dando el beneplácito eclesiástico.
Antes del golpe, había organizado en Valladolid las Cooperativas
Agrarias de Derechas.
Pedro, un párroco natural de Castrillo de Duero, en julio del 36 se
integró en un batallón falangista y marchó al frente. J.L. Martínez
Galindo, que coincidió con él, dice que era “un cura guerrillero”.
Cosas de curas
Pedro Cantero Cuadrado, nacido en Carrión de los Condes, fue capellán
de la Cuarta Bandera de Castilla. En una de sus arengas pronunció esta
frase: “El general Franco es de origen providencial y carismático, y por
tanto legítimo. Solo ante Dios y ante la Historia debe dar cuentas”.
Llegó a ser obispo de Huelva.
Ignacio Menéndez Raigada, autor del Catecismo Patriótico: “Yo soy
cura, pero antes que cura, falangista”. Fue capellán y confesor de
Franco.
Enrique Herrera Oria: “Los masones matan niños menores de siete años y beben su sangre en un cráneo”.
Fernando Martín Sánchez Juliá, “Secretario de Dios”, cabeza de la
Iglesia, escribió una pastoral: “De los frentes saldrá una nueva España.
A nosotros nos toca ayudar al parto y educar a la criatura…”.
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