Romper el concordato con el Vaticano no es un capricho, es una
cuestión de supervivencia para nuestra libertad y para nosotros mismos,
como individuos y como sociedad.
Un día después de la fiesta católica de la Purísima Concepción pero de 1905, la Asamblea Nacional francesa aprobaba la ley que separaba definitivamente a la Iglesia del Estado.
A propuesta de Combes, Briand y Jaurès, radical-socialistas y
socialistas, el Estado francés denunciaba el concordato vigente desde
época napoleónica, nacionalizaba todos los bienes de la iglesia puesto
que hasta entonces habían sido sostenidos con dinero público y prohibía
al brazo francés de la multinacional romana el ejercicio del comercio y,
sobre todo, de la enseñanza. Tras la sanción de la ley, el gran Jean
Jaurés, íntimo amigo de Pablo Iglesias, diría una frase que ha quedado
en mayúscula para la Historia: “La ley de separación es la marcha
deliberada del espíritu hacia la plena luz, la plena ciencia y la entera
razón”. Aunque los gobiernos colaboracionistas de Petain suspendieron
temporalmente la norma, devolviendo muchas prerrogativas a la iglesia,
hoy todavía sigue vigente en el país vecino, siendo la laicidad rasgo
principal de la Educación francesa y base del desarrollo político,
económico y social del Estado.
Siguiendo los pasos de la III República francesa, la española de 1931 fijó con claridad meridiana que el Estado nada tenía que ver con
confesiones religiosas, correspondiendo la fe, como es natural, a la
interioridad de los individuos. Así, en su artículo 26 decía: “Todas las
confesiones religiosas serán consideradas como Asociaciones sometidas a
una ley especial. El Estado, las regiones, las provincias
y los Municipios, no mantendrán, favorecerán, ni auxiliarán
económicamente a las Iglesias, Asociaciones e Instituciones religiosas.
Una ley especial regulará la total extinción, en un plazo máximo de dos
años, del presupuesto del Clero. Quedan disueltas aquellas Órdenes
religiosas que estatutariamente impongan, además de los tres votos
canónicos, otro especial de obediencia a autoridad distinta de la
legítima del Estado. Sus bienes serán nacionalizados y afectados a
fines benéficos y docentes.
Las demás Órdenes religiosas se someterán a una ley especial votada
por estas Cortes Constituyentes y ajustada a las siguientes bases: 1.
Disolución de las que, por sus actividades, constituyan un peligro para
la seguridad del Estado, 2. Inscripción de las que deban subsistir, en
un Registro especial dependiente del Ministerio de justicia. 3.
Incapacidad de adquirir y conservar, por sí o por persona interpuesta,
más bienes que los que, previa
justificación, se destinen a su vivienda o al cumplimiento directo de
sus fines privativos. 4. Prohibición de ejercer la industrial el
comercio o la enseñanza. 5. Sumisión a todas las
leyes tributarias del país”. 6. Obligación de rendir anualmente cuentas
al Estado de la inversión de sus bienes en relación con los fines de la
Asociación. Los bienes de las Órdenes religiosas podrán ser
nacionalizados”. Aprobada también un nueve de diciembre, en este caso de
1931, la Constitución de la II República recuperó un siglo perdido y
metió a España en el siglo XX, dejando atrás siglos de superstición,
abusos, privilegios y la imposición de la moral particular de unos pocos
como norma fundamental de obligado cumplimiento para todos.
El sueño duró poco y al cabo de cinco años, la España que hiela el
corazón y mata, la España rufiana y podrida incendió al país, crucifijo
en mano, para regresarnos al siglo XIX y suprimir todas, absolutamente
todas, nuestras libertades.
Fue entonces cuando el catolicismo volvió a ser religión de Estado y
más que eso el Estado mismo, dando forma a la versión española del
fascismo: El Nacional-Catolicismo, que desde entonces, con suaves
paréntesis, habita entre nosotros y espanta con virulencia cualquier
atisbo de librepensamiento y progreso. No niego, ni creo que nadie lo
haga, el derecho de cualquier persona a profesar las creencias
religiosas que estime oportunas, pero esas creencias pertenecen a la
esfera íntima de cada individuo y en absoluto pueden interferir en la
vida pública del país porque cuando eso sucede las naciones se castran a
sí mismas, cercenan su presente y someten el futuro a dogmas
probadamente inciertos. Uno, como individuo puede creer en lo que
quiera, lo mismo en el Dios de los católicos que en Manitú pero esas
creencias tienen que quedar, por fuerza, dentro del ámbito personal.
El partido que ahora mismo manda en España -porque no gobierna,
manda- está restaurando con gran celeridad muchos de los principios del
nacional catolicismo, no siendo el menor de ellos la imposición de la
moral particular hipócrita de unos pocos a toda la ciudadanía, lo que
por esencia es incompatible: No hay ciudadanía cuando ésta acepta tal
imposición.
De continuar por el camino emprendido, y quedan todavía dos años de
legislatura, no tardaremos en reencontrarnos con el cardenal Segura o
Vázquez de Mella, ni en volver a limpiar las botas de nuestros dueños.
En España, para la España franquista la religión es de casta, pertenece a
la estirpe que ha machacado siempre nuestras libertades y hoy, por
desgracia, no está sólo presente en la acción del gobierno central sino
también, y mucho, en gobiernos como el catalán de Artur Más y ERC.
Romper el concordato con el Vaticano no es un capricho, es una cuestión
de supervivencia para nuestra libertad y para nosotros mismos, como
individuos y como sociedad. El artículo 26 de la Constitución
republicana de 1931 sigue plenamente vigente y hacia su reposición
tenemos la ineludible obligación de caminar. El pasado que el PP pone
como futuro ya lo hemos vivido y huele muy mal.
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