En los cinco meses que lleva
en el pontificado, el papa Francisco ha hecho gestos elocuentes de
ruptura en el ámbito simbólico y doctrinal. No solo ha dado ejemplo
personal de austeridad y humildad, sino que ha priorizado en sus viajes y
visitas la atención a los más desfavorecidos. A estas alturas, está
claro el compromiso del nuevo Papa con los pobres y la justicia social.
Pero en las últimas semanas el Papa ha dado también pasos significativos
en la agenda de transformación de la Iglesia. Con su apelación a los
mandatarios del G20, reiterada ante el cuerpo diplomático, para que
eviten una intervención militar en Siria ha dejado claro que piensa
ejercer un protagonismo directo a favor de la paz.
El paso más importante ha sido la
destitución del que había sido todopoderoso secretario de Estado del
Vaticano, el cardenal Tarsicio Bertone, y su sustitución por el
arzobispo Pietro Parolin. Al destituido se atribuyen las resistencias
que frenaron los intentos reformadores
de Benedicto XVI. Con su decisión, Francisco ha evitado quedar
prisionero de la estructura manejada por el cardenal. Parolin será su segundo
en el gobierno de la Iglesia y bajo su mano estará el control de las
finanzas y la diplomacia. Son señales muy positivas, pues implican una
voluntad de regeneración de las estructuras de la Iglesia.
La verdadera revolución está, sin embargo, por llegar, a decir de
quienes apoyan esta renovación. Se espera con interés lo que pueda salir
de la comisión de cardenales a la que el Papa
ha encargado una propuesta de reforma de la curia. Y aún más allá de
estos cambios estructurales, se aguardan con atención los pasos que el
Papa pueda dar en cuestiones de mucho mayor calado, como la posible
revisión del celibato obligatorio. Las recientes declaraciones de
Parolin señalando que no es un dogma de la Iglesia, sino una simple
tradición eclesiástica, parecen indicar que este asunto podría entrar en
la agenda rupturista del nuevo Papa.
De la valentía que muestre en asuntos como este depende probablemente la supervivencia a largo plazo
de la Iglesia. Las parroquias no pueden cumplir su misión por falta de
sacerdotes, mientras hay 58.000 curas casados, muchos de los cuales
querrían volver a ejercer. Pero si se revisara el celibato obligatorio,
solo la misoginia podría explicar que no se reexaminara al mismo tiempo
la prohibición a las mujeres de ejercer el sacerdocio, que tampoco es un
dogma.
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