En un libro reciente (“Decidido. Una ciencia de la vida sin libre albedrío”), el biólogo y neurocientífico Robert Sapolsky afirma que, frente a la idea generalizada de que creer en un dios es esencial para la moralidad, “la creencia o no en el libre albedrío no tiene ningún efecto consistente sobre el comportamiento ético… Todo es más complejo” (p.331). Y ante la pregunta sobre por qué en todas las encuestas aparece que las personas religiosas manifiestan tener unos estándares éticos más elevados, escribe algo que estaría en línea con la denuncia de Jesús: una cosa es lo que se dice y otra lo que se hace. Lo que tales estudios demoscópicos demuestran es que “las personas religiosas se preocupan más por dar una buena impresión que los ateos” (p.338). Porque en esos grupos, de manera particular, se ha asumido la importancia de “mantener una buena reputación moral”, que busca, en realidad, “ser socialmente deseable”.
Todo lo humano es, efectivamente, más complejo de lo que parece a primera vista. Como acertadamente denuncia Jesús, el culto puede estar vacío y la doctrina puede no ser sino un conjunto de preceptos humanos, llegando al extremo de buscar mantener, por encima de todo, “la tradición”.
Frente a debates estériles y a formulismos vacíos, Jesús remite al “corazón”, es decir, al centro de la persona, a ese lugar de honestidad, integridad, amor y respeto que, pese a todo, sigue habitando en todo ser humano.
Solo ese lugar nos centra, nos sostiene, nos fortalece y nos moviliza para entregarnos a los demás. Es, a la vez y sin dicotomías, un lugar de humildad y de dignidad, de paz y de acción, de serenidad y de coraje, de aceptación y de compromiso.
Frente a tanta crispación -de un lado y de otro-, a tanto exabrupto y, sobre todo, a tanta injusticia estructural, necesitamos encontrar con urgencia ese lugar -el “corazón”, la “casa” compartida- donde nos sabemos uno, pasando así de una errónea y funesta consciencia de separatividad a la consciencia de unidad.
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