La fiesta pagana de los dioses del Olimpo representada en la ceremonia Inaugural de los Juegos Olímpicos de París, inspirada según el encargado de su organización Thomas Jolly, en la obra El festín de los dioses (1635-1640), de Jan Hermansz van Bijlert, ha sido interpretada por muchos católicos como una burla a la religión cristiana, supuestamente inspirada en la obra de Leonardo da Vinci (1452/1519), una de las múltiples interpretaciones de la Última de Cena de Jesús con sus discípulos.
Visto los resultados tal vez podríamos admitir que la escenificación sobre las aguas del Sena en París fue de mal gusto, gratuita y fuera de lugar. La intencionalidad y la importancia del hecho es bastante más subjetivo. Ahora que parecen calmados los ánimos y el ruido, será bueno hacer algunas reflexiones sobre tanta “indignación” y acerca de esas “reacciones” de los defensores a ultranza de la religión.
Cada vez que asistimos a una de esas aireadas ofensas contra la fe, se producen en cascada todo tipo de reacciones de grupos cristianos y comunicados institucionales para defender la religión. Ante tanto ofendido y ante el victimismo de sus argumentos, surgen siempre las mismas dudas: ¿son lamentaciones sinceras o son reacciones ideológicas preconcebidas y provocadas? ¿Nos molestan realmente las presuntas ofensas a la fe o es nuestro orgullo el que se siente ninguneado con esas faltas de respeto? ¿Por qué tanta indignación frente a lo “sagrado” y tan escasa reacción cuando se ofende a Dios en la dignidad de las personas? ¿Por qué parece ser más ofensiva y grave una burla a la Eucaristía que la profanación de millones de vidas humanas en las guerras, el hambre o las migraciones forzadas? ¿Es acaso más real la presencia de Jesucristo en el sacramento del altar que en el hermano de carne y hueso?
Menos victimismo…
Pareciera que hay quien está en estado de alerta permanente, dispuesto a enfrentarse, no siempre de manera pacífica y educada, a quienes piensan y manifiestan su opinión sobre nuestra religión y nuestras instituciones. Hay incluso quien aprovecha para hacer apología subrayando las bondades de la religión cristiana, la nuestra, comparándola con el resto de confesiones religiosas. Argumentan que estas burlas se hacen solo con la religión cristiana porque es la “única que perdona las ofensas”.
Pero no es cierto: prácticamente todas las grandes religiones plantean el perdón como una de las virtudes esenciales: el Islam, por ejemplo presenta a Dios como “el Perdonador y Misericordioso”; el Budismo subraya que perdonar consiste en despojarse de todo resentimiento y hostilidad hacia el otro. Mahatma Gandi abogado hinduista indio defendió la desobediencia civil no violenta y el perdón, como expresión del amor divino y camino de liberación interior … y así podríamos seguir. Hasta la psicología, considera el perdón como actitud que capacita a la persona “herida”, en el cuerpo y/o en el alma, para desprenderse del rencor y la ira, sentimientos profundamente dañinos para la salud mental. Merece la pena advertir, además, que “obras son amores, que no buenas razones”.
Y aunque es justo y saludable reconocer que, poco a poco, todos estamos aprendiendo a perdonar, no es menos cierto que todavía son muchos los creyentes, y no creyentes, que siguen viendo más virtud en perseguir y condenar al pecador, al blasfemo y el disidente que en tratar de conseguir la reconciliación. Será bueno reconocer que queda mucho camino por recorrer y que son pocos los que en esto se suben, como medallistas, al pódium de las Olimpiadas del espíritu.
Más espiritualidad cristiana.
Antes de tratar de defender a Dios, con vehemencia y descalificaciones –ya no digo con violencia, que haberla hayla-, nos vendría bien utilizar la imaginación, que nos propone Ignacio de Loyola en los Preámbulos de sus famosos Ejercicios Espirituales, para aplicarla en la recreación de la escena del Ecce Homo en el relato de la Pasión del Señor en el evangelio de Juan (19,5).
La imaginación facilita un marco sensible para sentirse parte integrante de la escena. La recreación imaginaria de la escena, nos proporciona un punto de referencia concreto y personal, valiosísimo para evitar convertir nuestra contemplación en algo etéreo. Sugiero seguir el consejo del Titán del espíritu (Iñigo de Loyola) a la narración de una de las experiencias especialmente humillante para Jesucristo (el hombre y el Dios encarnado).
¡Este es el hombre! Dijo temblando el todopoderoso Pilatos. No hay en los relatos de los evangelios una escena más pretendidamente burlesca y denigrante para Jesús, para sus discípulos y para el pueblo, que el espectáculo montado por Pilatos, en la Inauguración de aquella pascua judía del inicio de nuestra era. Pero lo realmente novedoso y sorprendente no fue la “ofensa” sino la reacción del “ofendido”: sus silencios y la dignidad con la que Jesús se enfrentó a la pretendida burla, terminó humillando a su agresor. Hay silencios que liberan. Este fue uno de los más grandes de la historia.
Estoy convencido, como decía san Agustín, que “vale más una lágrima derramada en memoria de la Pasión de Cristo” que todas esas defensas de la fe, airadas y lo estoy, sencilla y llanamente, porque la verdadera Pasión de Cristo se sigue produciendo cada día en millones de víctimas inocentes, sin que parezca (como lo es), el mayor desprecio y la más grande profanación del Cuerpo (la persona) y la Sangre de Cristo (su vida). Y estas “profanaciones a la presencia real de Jesucristo” en la tierra, ni los medios, ni las redes, ni los defensores de la fe, parecen despertar tanto interés. “Los creyentes, cuando quieren ver y palpar a Jesús en persona, saben a dónde dirigirse, los pobres son sacramento de Cristo, representan su persona y remiten a él” (Francisco, V Jornada Mundial de los Pobres, 14 de noviembre de 2021).
Antes de convertirnos en defensores apologetas de la fe y la religión cristiana nos vendrá bien recordar, lo que sucedió en el Huerto de los Olivos y recordar cómo terminó la cena y cuál fue la despedida de Jesús. La cena finalizó con el gesto más sorprendente que se pudiera espera de divinidad alguna: arrodillándose, ante los hombres, sus discípulos, para lavarles los pies. Y la despedida no pudo ser más elocuente y clarificadora para el tema que nos ocupa: Pedro, queriendo defender a Jesús del tropel de gente que venía a aprenderlo con palos y griterío, cometió la mayor torpeza que pudiera consumar alguien que instantes antes había estado sentado a la mesa compartiendo con Él sus confidencias, el pan y el vino de su última cena. Pedro, que pensaba como los hombres y no como Dios (Marco 8,27), reaccionó “desenvainando la espada con la que iba armado dio un tajo al siervo del sumo sacerdote y le cortó la oreja derecha” (Juan 18); Jesús lleno del espíritu de Dios, “reaccionó” diciendo “¡mete tu espada en la vaina!” (Juan 18,20). Sin titubeos Jesús dejó bien claro que, ni a Él ni a su causa, se le defiende con las armas, ni con violencia alguna.
Al Evangelio de Jesús debemos apuntarnos todos, si queremos “reaccionar” ante las supuestas burlas y agresiones contra la fe, actuar en coherencia espiritual y práctica con Él.
De lo anecdótico a lo esencial
La polémica olímpica, aireada en exceso por unos y por otros, no pasa de ser –en mi modesta opinión- una anécdota menor, más o menos desafortunada, pero insignificante si la comparamos con los verdaderos problemas de la Iglesia y del mundo. Lo mismo muchas de las reacciones han sido igualmente desafortunadas, aunque no tan insignificantes. Estas sí son significativas, cuando las valoramos desde el seguimiento de Cristo, la fe y las consecuencias que tienen para la credibilidad de la Iglesia y su diálogo con el mundo.
En este sentido, el episodio ha puesto de manifiesto, una vez más, algo que me parece importante: la siempre inadecuada relación de la Iglesia con el movimiento social LGBT+, cuya legitimidad (contra la discriminación y en favor del reconocimiento de derechos de las personas lesbianas, gais, bisexuales, transgénero y transexuales) es incuestionable y en muchos sentidos loable. La diversidad de orientaciones, identidades y características sexuales forma parte de nuestra realidad biológica y social. El desafío, para todos, será cómo encontrar una relación adecuada basada en el respeto, la comunicación y la ayuda mutua. Además, los creyentes no deberíamos olvidar que, entre todas estas personas hay muchos, católicos, cristianos, hermanos en la fe que esperan y merecen de la “madre Iglesia”, acogida y respeto profundo más allá de cualquier otra consideración.
Quizá deberíamos preguntarnos: ¿Porqué el colectivo LGBT+ se manifiesta en general tan alejado de la Iglesia, agresivo y combatiente? ¿Tenemos nosotros, (laicos, clero y jerarquía de la Iglesia) alguna responsabilidad? A la comunidad cristiana en su conjunto corresponde escuchar (en tiempos de sinodalidad más si cabe) y acoger a todos. Pero esto no está siendo siempre así. Son numerosas las personas que todavía tienen que seguir soportando discursos de odio y ver como la homosexualidad se señala como una enfermedad que se puede revertir. No son pocos los que, incluso siendo menores, han sido sometidos a falsas terapias de conversión, ilegalizadas en nuestro país.
¿Qué decir de la pederastia y los abusos sexuales? Deberíamos reflexionar profundamente: ¿cuántos miembros de este colectivo LGBT+ han sido víctimas de este horrible delito, niños/as inocentes heridos en sus cuerpos y en su alma para toda la vida? ¿Cuántos de ellos no denunciaran los hechos, convencidos de que sufrirlo en silencio o llevárselo a la tumba es lo mejor para ellos mismos, para sus familias y para la misma Iglesia a la que pertenecen y aman? Dudo de que silenciar o minimizar la gravedad de estos hechos sea lo más honesto y lo más evangélico. Hay silencios que matan, que se instalan en el alma, provocan insomnio, paralizan y entristecen (también los silencios cómplices son difíciles de llevar), lo que no decimos nos mata poco a poco. Romper el mutismo y la ceguera institucional, en la sociedad y en la Iglesia, es uno de los desafíos más importantes para evitar nuevas víctimas. La verdad os liberará (Juan 8, 32) parece ser la respuesta de Jesús a los que habían creído en Él, le escuchaban y le seguían, en este gravísimo tema parece que, también, pensamos y actuamos más como los hombres que como Dios.
Resulta bastante comprensible que un colectivo al que, una y otra vez le damos con la puerta en las narices, se aleje de todo lo que tiene que ver con una Institución que lo bendice todo, con ritos y ceremonias más o menos solemnes (aguas, casas, animales y hasta dictadura, armas y ejércitos...), pero se niega a bendecir la vida, el género y el amor de hijos del mismo Dios.
Así, pues, me ratifico: menos lloriqueo y más espíritu evangélico.
Frente al ninguneo de la fe y cualquier otro fracaso pastoral no estaría de más recordar aquel episodio bíblico en que Elías, abatido y sin fuerzas para vivir, escuchó la voz del Señor: “Levántate, come, que el camino que te queda es largo y superior a tus fuerzas” (1 Reyes 19, 7). Una vida interior bien alimentada y sana, arraigada en el encuentro con Jesucristo, nos permitirá seguir adelante, en pie, sin complejos… orando unos por otros, porque orar es lo contrario de pasar a la ofensiva, las descalificaciones y la violencia. Desde el corazón y sin ideologías ciegas, aprenderemos a no negar las evidencias y descubrir caminos de encuentro y fraternidad universal. Necesitamos diálogo, no para convertir a los demás, ni mucho menos para someterles con la fuerza, sino para aceptarnos mutuamente y caminar juntos. El camino es largo y superior a nuestras fuerzas. Lo es para todos: para quienes nos sentimos ofendidos y para quienes por manifestarse como son y reivindicar sus derechos se ven sometidos a toda clase de vejaciones y burlas.
A Dios se le defiende amando, porque “el que no ama, no ha conocido a Dios” (I Juan, 4,8); a Jesucristo se le defiende sirviendo, porque ”este Hombre no vino a ser servido, sino a servir y dar su vida como rescate por todos” (Mateo 20,28); y a la fe católica verdadera se la defiende más con obras que con palabras, porque “como el cuerpo sin el aliento está muerto, así está muerta la fe sin obras” (Santiago 2, 26). El camino continúa, corresponde a la Iglesia, a los discípulos de Cristo, “nacer de nuevo”, en cada momento y en cada acontecimiento de la historia sin olvidar que todos los bautizados hemos sido ungidos con el Espíritu del Resucitado, “para desterrar de nosotros toda amargura, ira, enfados e insultos y toda maldad” (Efesios 4, 30).
José María Marín Sevilla, sacerdote y teólogo
Religión Digital
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