Otro pasaje para contemplar; para dejar volar la imaginación y disfrutar.
De regreso a Cafarnaúm, ocurrió uno de esos sucesos extraordinarios capaces de generar por sí solos una leyenda. Habían zarpado de la otra orilla del lago después del amanecer, y tras varias horas de lucha contra el viento del Oeste atracaron por fin en la pequeña rada que servía de puerto natural a esta población. Era una mañana fresca, pero despejada, como tantas otras en aquella época del año.
Al acercarse a la aldea vieron que un buen número de personas salían presurosas a su encuentro. Al parecer alguien había divisado la vela de la embarcación de Pedro y había hecho correr la noticia de su regreso. Pero habitualmente eran pocos los que salían para contemplar las maniobras de atraque o la descarga del pescado, y en este caso el grupo era numeroso y su forma de caminar hacia ellos nada tenía que ver con la de los curiosos que se acercan al puerto a pasar el rato. «Algo raro está ocurriendo», comentó Pedro.
Y tenía razón. Cuando se acercaron más, vieron que Jairo —hombre conocido por todos— se separaba del grupo y se arrojaba a los pies de Jesús balbuciendo palabras ininteligibles entre sollozos. Aquello era todavía más raro; algo muy grave tenía que estar ocurriendo para que Jairo, jefe de la sinagoga, desautorizase con su actitud a los doctores de Jerusalén que habían acusado a Jesús de pactar con Belcebú...
Pero no lograban entender sus palabras.
Jesús le cogió de los codos y lo levantó. Todos los concurrentes permanecían en silencio contemplando la angustiosa escena que se desarrollaba ante sus ojos, y todos, también, sentían una profunda lástima porque conocían la tragedia que azotaba a la familia de Jairo. Jesús nada dijo mientras aquel hombre trataba de recobrar el sosiego, pero cuando vio que los hipos y sollozos se calmaron un poco, le preguntó en aquel tono amable que siempre empleaba con los que sufrían: «¿Qué te ocurre, Jairo?» … «Mi hija de doce años está muy enferma. Ven e imponle las manos para que se cure y viva».
Jesús le cogió de un hombro en señal de consuelo, y le dijo: «Vamos».
Los ojos de aquel hombre estaban enrojecidos por el llanto, sus hombros caídos, y todos sus gestos mostraban a un ser derrotado por un sufrimiento vivísimo. Jairo era una persona bondadosa, apreciada por sus vecinos, por lo que su desgracia pronto se había difundido por toda Cafarnaúm.
Entraron en la ciudad a buen paso, pues intuían que el tiempo era un factor que podía marcar la diferencia entre la vida y la muerte. Delante del gentío marchaban Jairo y Jesús. Jairo volvía a llorar desconsolado, y Jesús le confortaba con palabras de ánimo. Por detrás se iban incorporando los vecinos que veían pasar tan triste cortejo, y el número de integrantes del grupo aumentaba sin cesar. Acuciado por la ansiedad, el paso que marcaba Jairo era cada vez más vivo, lo que provocaba carreras en la cola del grupo y apelotonamiento en su centro, pues las estrechas callejuelas por donde transitaban no estaban hechas para absorber semejante flujo de gente.
Frente a la casa del dignatario se abría una explanada de tierra compactada que servía para trillar las mieses y las legumbres. Cuando desembocó allí el gran grupo de gente —en el que ya se hallaba la práctica totalidad de los habitantes del pueblo— una mujer llorosa salió de la casa y se dirigió a Jairo, diciendo: «No molestes más al maestro; tu hija ha muerto».
Jairo se encogió como si hubiese sido alcanzado por un rayo y se echó las manos al rostro. Toda su figura reflejaba un duelo agudísimo. La gente estaba silenciosa; abrumada por la tragedia de aquel padre. De alguna forma, todos se sentían partícipes de ella y compartían su dolor. «No temas —le oyeron decir a Jesús—. Ten solo fe».
Le cogió del brazo y le empujó hacia la casa. Pedro, Santiago y Juan entraron también con ellos, pero todos los demás quedaron fuera.
La gente, preocupada y ansiosa, se arremolinaba en torno a cualquiera que pareciese poseer alguna noticia. Los hombres permanecían taciturnos mirando al suelo; las mujeres siseaban por lo bajo. Al cabo de unos minutos se abrió la puerta y apareció Jairo con la niña sana y sonriente. Le cogía de la mano con cariño, y sus lágrimas, aún abundantes, eran ahora de felicidad.
Jesús salió detrás de ellos y a él se dirigieron todas las miradas. Sabían que aquello había sido obra suya y le pedían con su mirada una explicación. Él, sonriente también, les dijo con sencillez: «Solo dormía».
Y discretamente se marchó por un costado de la casa.
Al comprobar el final feliz de este episodio, el gentío, entusiasmado, prorrumpió en un estruendoso clamor que se prolongó a lo largo de un buen rato. Luego buscaron a Jesús para encumbrarle, pero no le hallaron. Algunos dicen que se retiró al campo a orar y no regresó hasta el día siguiente. Profundo conocedor del alma humana, sabía que a su regreso la euforia del primer momento se habría aplacado y las cosas habrían vuelto a la normalidad.
Miguel Ángel Munárriz Casajús
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