fe adulta
En cuanto reducimos la vida a “algo” -un objeto o contenido de la consciencia-, empezamos a verla como una realidad impermanente y fugaz. La pensamos como la cara opuesta a la muerte, como si constituyeran dos polos absolutamente contradictorios que se eliminarían mutuamente. Con tal planteamiento, no es extraño terminar asumiendo, como absolutamente cierta, la idea de que la vida se halla constantemente amenazada.
Ahora bien, cuando comprendemos que la vida no es “algo”, sino -como la consciencia- lo único realmente real, un proyecto inteligente y autodirigido en despliegue incesante, nuestra visión se modifica por completo.
Advertimos entonces que la muerte no es lo opuesto a la vida, sino al nacimiento. Que el nacer y el morir son sencillamente formas que la vida adopta. Y que la vida no corre nunca peligro ni está expuesta a ninguna amenaza. La vida es lo que es, en realidad -y hablando con rigor- lo único que realmente es.
Ahora bien, que la vida no esté amenazada no significa en absoluto que a nuestros yoes les vayan las cosas como pretenden, ni que se satisfagan sus expectativas. En cuanto formas impermanentes, los yoes se verán sometidos a altibajos y vaivenes de todo tipo -como cualquier otra forma-, padecerán cambios y pérdidas y terminarán en la muerte.
Hablamos con propiedad cuando decimos que somos Vida -el autor del cuarto evangelio lo pone en boca de Jesús en varias ocasiones-, pero el sujeto de tal expresión no es el yo particular que, envanecido, habría terminado absolutizándose. No; el sujeto que afirma ser vida solo puede ser el YO universal, ese “Yo” que todos los seres compartimos.
Y ahí nos topamos una vez más con nuestra paradoja: vistos desde un lado, somos el yo particular que se desenvuelve en el mundo de las formas: esa es nuestra personalidad; vistos desde el otro, somos vida, o mejor, la Vida es en nosotros: esa es nuestra identidad. ¿Con qué nos identificamos realmente? De ello dependerá todo lo demás.
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