fe adulta
Continuamos el relato iniciado la semana pasada; entonces hablábamos del cosmos, ahora, de la vida.
Según nos dice la ciencia, el proceso que dio lugar a la vida pudo haberse producido a partir de los elementos químicos inorgánicos disponibles en algún entorno favorable. No sabemos cuál puede haber sido ese entorno ni la probabilidad de que todos los elementos precisos se hallasen en él, pero sabemos que su combinación espontánea pudo haber dado lugar a moléculas orgánicas cada vez más complejas, luego a agregados caóticos de moléculas poliméricas (protobiontes), y finalmente a la primera célula viva: una bacteria considerada el ancestro común de todos los seres vivos que pueblan la Tierra.
El problema es que en el transcurso de este breve relato hemos dado un salto que quizás haya pasado desapercibido, pues hemos comenzado hablando de materia y en un momento determinado hemos pasado a hablar de vida; como si la materia tuviese la facultad de generar vida.
Lo que no cabe duda es que al final del proceso se formó una estructura celular capaz de albergar la vida, pero no sabemos si esa estructura estaba dotada de vida. Y el origen de nuestra duda es triple. Por una parte, está el argumento ontológico que determina que lo inferior (la materia) no puede dar lugar a lo superior (la vida). Por otra, la evidencia empírica de que en laboratorio nunca se ha podido reproducir la vida ni hacer funcionar a una célula muerta (a pesar de los infinitos intentos de lograrlo). Finalmente, la evidencia histórica de que cada célula transmite a su descendencia la vida, y que no se conoce otro mecanismo capaz de trasmitirla.
En la Naturaleza nada puede ser origen de algo que está más alto que ella en la escala ontológica, aunque puede degenerar en lo que está por debajo. Cuando muere un ser vivo desciende en la escala ontológica, pero los muertos no pueden resucitar; no pueden ascender. Por eso, para que esa primera estructura celular se pusiese en funcionamiento tuvo que haber recibido un “principio vital”; un soplo de vida proveniente que de una realidad superior a todo lo conocido por nuestra mente.
En el mundo que conocemos, la vida debe estar soportada en la materia, pero es una realidad muy superior a la materia (al igual que la música se soporta en la flauta, pero es una realidad muy superior a la flauta). Las culturas primitivas creen en ese “principio vital” al que nos referimos, mientras que el judaísmo nos habla del “soplo de Dios”, y ambas nos aportan una explicación ontológica mucho más coherente de la realidad vital que la que aportan las hipótesis científicas.
En la Grecia clásica, ese principio vital recibe el nombre de “alma” (“ánemos” en griego y “ánima” en latín; que significan, viento, soplo, aliento). Por tanto, la vida se concibe como soplo, como aliento que anima lo inanimado. Un ser vivo está animado, y cuando el alma, el ánima, le abandona, se convierte en un ser inanimado. Ese hálito, soplo o principio vital se encuentra en todos los seres vivos y desaparece cuando el individuo muere.
Para que algo exista hace falta un “principio de su existencia”. Para que ese algo viva, hace falta además un “principio vital”; un alma.
El misterio de la vida no está por tanto en saber cómo los elementos químicos se convirtieron en nucleótidos o aminoácidos, ni en cómo estos polimerizaron, ni en cómo llegaron a convertirse en estructuras celulares, sino en cómo ese “principio vital” se coló en la Tierra dando lugar a la vida... Antes no había vida; en aquel mundo inerte ni siquiera el concepto “vida” tenía algún significado; era imposible concebir una idea tan distinta a la única realidad existente que era la materia. Pero en un momento dado ésta aparece… ¿En base a qué?... Desde luego no a la materia, porque la materia es un mero soporte biológico de la vida que no posee en sí ningún “principio vital” …
Una última consideración. La vida de aquella primera bacteria se limitaba a la nutrición, la reproducción y poco más, lo que nada tiene que ver con las formas superiores de vida que hoy conocemos. Aquel evento crucial para nuestra propia existencia no supuso singularidad alguna; podríamos decir que pasó desapercibido. En apariencia todo seguía igual, pero todo había cambiado. Es como una semilla “insignificante” que se siembra en el campo y al principio ni siquiera se ve, pero luego se convierte en árbol majestuoso que se yergue sobre todo lo demás.
Aquella primera forma de vida “insignificante” tenía la potencialidad de crear nueva vida, y ésta, la de ir conformando seres cada vez más complejos en los que el concepto “vida” iba teniendo un significado más rotundo, más pleno. La vida, al principio vegetativa, se convirtió en sensitiva, aparecieron los sentidos, el aparato locomotor, el cerebro, los instintos... Luego se convirtió en intelectiva, y no solo apareció la razón, sino la conciencia, la libertad, el amor...
Con tres partículas “insignificantes” Dios formó el cosmos, y con una bacteria “insignificante” llenó nuestro planeta de vida... ¡Fascinante! …
No hay comentarios:
Publicar un comentario