fe adulta
Se nos ha repetido que la cuaresma era un tiempo de examen para sentirnos pecadores. Descubierta nuestra indignidad, pedir a Dios que nos sacara de ella y si Dios era reacio a perdonarnos, ahí estaba la muerte de Jesús que nos daba derecho a ese perdón. Pasada la alegría de sentirnos perdonados, seguía la angustia de volver a fallar. Esta actitud represiva debe dejar paso a una toma de conciencia de nuestras posibilidades de absoluto.
La cuaresma en un tiempo para analizar la trayectoria de nuestra vida y descubrir que, con frecuencia, damos pasos que nos alejan de la plenitud humana que es nuestra meta. No tiene sentido que nos paremos a analizar la piedra en la que hemos tropezado. Más importante sería poner más atención al caminar para evitar el tropiezo. Tampoco se trata de hacer penitencia, como requisito para que Dios nos perdone. Sería tomar conciencia de que alcanzar la meta supone un esfuerzo para no dejarnos llevar por la comodidad.
Más importante que mirar hacia atrás angustiándome por los pasos mal dados, es descubrir el rumbo adecuado y caminar en esa dirección. Pero resulta que no puedo saber dónde está la meta, porque nunca estuve allí. Aquí viene en nuestra ayuda la experiencia de otros seres humanos que sí han llegado a ella. Para nosotros, el hombre que más cerca estuvo de ella es Jesús, por eso debemos fijarnos en él y tomarlo como guía en nuestra vida. No para mirarlo desde fuera sino para descubrir en nosotros lo que él descubrió.
Las tentaciones de Jesús nos advierten de la necesidad de esfuerzo para no ser engañados por el placer inmediato. Los animales disponen de un piloto automático que les conduce en todo momento a su propia meta. Al ser humano se le han entregado los mandos de la nave y no tiene más remedio que dirigirla. No podemos conducir un vehículo si el volante está bloqueado. Las normas que nos llegan de fuera pueden impedir hacernos cargo de nuestro propio vehículo. Tampoco nadie puede conducirlo por nosotros, ni siquiera Dios.
La primera tentación pretende convertir a Jesús en oprimido y le ofrece liberarse a cambio de pan. La segunda le ofrece honor y gloria a cambio de servidumbre. La tercera es una oferta de poder desmedido sobre todo y sobre todos. Tanto oprimir a otro como dejarse oprimir son ofertas satánicas. La opresión es el único pecado, porque es lo único que nos impide ser humanos. Vamos a analizar las tentaciones de Jesús en lo que tienen de común con las nuestras que, con apariencia de bien, nos arrastran al mal.
A nadie se le ocurrirá hoy tomar el relato del Génesis como un hecho histórico. El pecado de Adán es un mito ancestral que encontramos en muchas culturas. Esto no quiere decir que sea mentira. El mito es un intento de explicar conflictos vitales del ser humano, que no se pueden entender de una manera racional. El relato de Adán y Eva intenta explicar el problema del mal, y lo hace partiendo de las categorías de aquel tiempo.
Tampoco el relato de las tentaciones es histórico. Se trata de un relato mítico igual que el de Adán y Eva. Jesús se retiró muchas veces al desierto para entrar dentro de sí y descubrir su auténtico ser. El relato resume todas las pruebas que tuvo que superar Jesús en toda su vida. En Jesús la tentación tiene una connotación especial, porque se plantea conforme a su situación personal. La talla de su humanidad tiene que darla en relación con la tarea que se le ha encomendado: cómo desarrollar su auténtico mesianismo.
Los posibles tropiezos al recorrer su camino mesiánico, se relatan condensados en un episodio al comienzo de su vida pública, pero expresan la lucha que mantuvo durante toda su vida. A Jesús no le tentó ningún demonio. La tentación es algo inherente a todo ser humano. Es el mejor argumento a favor de su humanidad. Quien no se haya enterado de que la vida es lucha, tiene asegurado el fracaso absoluto. A todos se nos dan infinitas posibilidades de plenitud, pero alcanzarlas supone poner toda la carne en el asador.
A ver si consigo haceros ver que no se trata de una elección entre el bien y el mal. El ser humano no es el lugar de lucha de dos fuerzas contrarias: el Espíritu y el diablo. Esa alternativa no es real porque el mal no puede mover la voluntad. Se trata de discernir lo bueno y lo malo, yendo más allá de las apariencias. La lucha se plantea entre el bien real y el aparente. El plantear una lucha contra el mal no tiene ni pies ni cabeza. Una vez que descubro que algo es malo para mí, no tengo que hacer ningún esfuerzo para evitarlo.
Las tres tentaciones de Jesús no son zancadillas puntuales que el diablo le pone. Se trata de contrarrestar una inercia que, como todo ser humano, tiene que superar. Ni el placer sensible, ni la vanagloria, ni el poder, pueden ser el objetivo último. El poder y las seguridades, como base de la relación con Dios, quedan excluidos. El poder podía haber dado eficacia a su mesianismo, pero no le llevaría a la libertad. La salvación tiene que llegar al hombre desde dentro de sí mismo, por lo que tiene de específicamente humano.
No necesitamos ningún diablo que nos tiente. Somos lo bastante complicados para meternos solitos en la trampa. La tentación es inherente al ser humano, porque en cuanto surge la inteligencia y tiene capacidad de conocer dos metas, no tiene más remedio que elegir. Como el conocimiento es limitado, la posibilidad de equivocarse está siempre ahí. Y suele suceder que adhiriéndose a lo que creía bueno, se encuentra con lo que es malo. Si no lo tengo claro, pondré el fallo en la voluntad que elige el mal, lo cual es imposible.
Si el problema no está en la voluntad, no lo resolveremos con voluntarismo. Aquí está una de las causas de nuestro fracaso en la lucha contra el pecado. Nos han insistido en la fuerza de voluntad para superar la tentación, pero esa estrategia es ineficaz. Si el problema es del conocimiento, solo se podrá resolver por el conocimiento. Mi tarea será descubrir lo que es bueno o malo para mí. Ese “para mí”, se refiere a mi verdadero ser, no al yo individualista. Ni siquiera podemos esperar de Dios que me saque del dilema.
En nuestra sociedad tendemos a considerar bueno lo que la mayoría acepta como tal. El esfuerzo por alcanzar una verdadera humanidad es todavía una actitud de minorías. A través de la historia, han sido muy pocos los que han alcanzado una plenitud humana. La mejor prueba es que los consideramos seres extraordinarios. La mayoría de los mortales nos contentamos con vivir cómodamente sin valorar el esfuerzo por llegar a ser algo más.
El “está escrito” es vital. Adán y Eva pretendieron ser ellos los dueños del bien y del mal, es decir, que sea bueno lo que yo determine como tal y que sea malo lo que yo quiero que lo sea. Es la constante tentación del hombre. Cuando Jesús repite por tres veces “está escrito”, reconoce que no depende de él lo que está bien o lo que está mal, está determinado, no por una voluntad de Dios, sino por la naturaleza del nuestro ser. Si no descubro esa naturaleza nunca descubriré, lo que me deteriora o me construye.
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