fe adulta
Al comenzar la Cuaresma, tiempo de conversión y preparación para celebrar la Pascua, la Iglesia nos recuerda dos actitudes muy distintas frente a la tentación: la de Adán y Eva, en la que podemos vernos reflejados todos nosotros, y la de Jesús. En el primer caso triunfa la debilidad, la caída inmediata; en el segundo, la fuerza, la capacidad de resistir en la prueba. Esta contraposición no pretende desanimarnos ni denunciar lo débiles y malos que somos. Al contrario, como afirma Pablo en la segunda lectura, «si por la culpa de uno murieron todos, mucho más, gracias a un solo hombre, Jesucristo, la benevolencia y el don de Dios desbordaron sobre todos».
La debilidad de Eva y Adán (1ª lectura: Génesis 2,7-9; 3,1-7)
Aviso sobre el texto seleccionado. Desde la antigüedad, tanto los rabinos judíos como los teólogos cristianos, se sentían libres para seleccionar de un texto bíblico lo que les interesaba, marginando lo demás. Ese mismo criterio se ha aplicado a la primera lectura de hoy, hasta el punto de que el original resulta irreconocible. Los capítulos 2-3 del Génesis pretenden explicar hechos muy distintos:
1) La realidad del matrimonio: tras crear al varón (Adán), Dios ve que necesita alguien que lo acompañe y le busca un complemento creando los animales, pero ninguno de ellos se le adecua; crea entonces a la mujer (Eva), y esta sí que es «hueso de mis huesos y carne de mi carne», por la que está dispuesto a abandonar a su padre y a su madre.
2) La existencia del mal en el mundo: ¿por qué debemos morir? ¿Por qué la mujer debe dar a luz con dolor? ¿Por qué el trabajo agobiante y a veces inútil? ¿Por qué la rebelión de la naturaleza contra nosotros?
3) El uso del vestido. (No se olvide que los pueblos semitas, a diferencia de los griegos, son muy pudorosos).
A la primera lectura del domingo solo le interesa el fenómeno de la tentación y el pecado y elimina todo lo demás: a) el permiso a Adán de comer de todos los árboles del jardín donde lo ha colocado, a excepción del árbol del bien y del mal; b) la creación de los animales; c) la creación de Eva y el origen del matrimonio; d) las consecuencias del pecado: castigo de Adán (muerte y trabajo), de Eva (parir con dolor) y de la serpiente (arrastrarse por la tierra).
El texto resultante describe el proceso que lleva al pecado. No lo hace con un lenguaje intelectual, sino mediante un dialogo vivo. Para ello introduce a la serpiente, que ya en el poema mesopotámico de Gilgamesh aparece como enemiga del hombre, al que roba la planta de la vida y la inmortalidad. Pero el autor de nuestro relato enfoque el tema de manera distinta, más profunda. La serpiente no roba la planta de la vida, sino que destruye al ser humano por dentro.
La tentación comienza con una mentira, falseando la prohibición de Dios, que se limitaba a comer del árbol de la ciencia. Presenta al Señor como alguien inhumano y cruel, que impone al hombre algo terrible. Sus palabras son tan burdas que al principio es fácil rechazarlas. Pero la tentación insiste. Niega la existencia de peligro. Surge entonces la atracción por lo prohibido, y la apetencia. Hasta entonces, parece como si Eva y Adán no se hubiesen fijado en el árbol. El simple miedo a morir los retrae de su contemplación. Ahora, «la mujer vio que el árbol era apetitoso, atrayente y deseable, porque daba inteligencia». A partir de ese momento está perdida, y también su marido.
Al punto, el pecado produce sus frutos. La serpiente había prometido que se les abrirían los ojos. Efectivamente, se les abren y adquieren un conocimiento nuevo. Pero lo que aprenden es que están desnudos, y esto provoca vergüenza mutua y la necesidad de cubrir la propia desnudez.
(El responsable del asesinato bíblico ha omitido otros datos esenciales en el relato primitivo: la vergüenza y miedo de la pareja ante Dios, el sentimiento de culpa, y el ansia de descargar en otro la propia responsabilidad. En su deseo de justificarse, el hombre culpa a la mujer, rompiendo con ello la solidaridad entre la pareja. La mujer, sin otra alternativa, culpa a la serpiente.)
2. La fortaleza de Jesús (evangelio: Mateo 4,1-11)
El contraste más fuerte con Eva y Adán lo representa Jesús en el momento de las tentaciones, que empalman con el episodio del bautismo. En él, la voz del cielo proclama: «Tú eres mi hijo amado, en quien me complazco». ¿Cómo entiende Jesús su filiación divina? ¿Cómo un salvoconducto para pasarlo bien y triunfar? Todo lo contrario. Inmediatamente después marcha al desierto, y allí va a quedar claro cómo entiende su filiación.
Primera tentación: solucionar las necesidades primarias
Partiendo del hecho normal del hambre después de cuarenta días de ayuno, la primera tentación es la de utilizar el poder en beneficio propio. Es la tentación de las necesidades imperiosas, la que sufrió el pueblo de Israel repetidas veces durante los cuarenta años por el desierto. Al final, cuando Moisés recuerda al pueblo todas las penalidades sufridas, le explica por qué tomó el Señor esa actitud: «(Dios) te afligió, haciéndote pasar hambre, y después te alimentó con el maná, para enseñarte que no sólo de pan vive el hombre, sino de todo lo que sale de la boca de Dios» (Dt 8,3).
En el caso de Jesús, el tentador se deja de sutilezas y va a lo concreto: «Si eres Hijo de Dios, di que las piedras éstas se conviertan en panes». Jesús no necesita quejarse de pasar hambre, ni murmurar como el pueblo, ni acudir a Moisés. Es el Hijo de Dios. Puede resolver el problema fácilmente, por sí mismo. Pero Jesús tiene aprendida desde el comienzo esa lección que el pueblo no asimiló durante años: «Está escrito: No sólo de pan vive el hombre, sino también de todo lo que diga Dios por su boca».
La enseñanza de Jesús en esta primera tentación es tan rica que resulta imposible reducirla a una sola idea. Está el aspecto evidente de no utilizar su poder en beneficio propio. Está la idea de la confianza en Dios. Pero quizá la idea más importante, expresada de forma casi subliminar, es la visión amplia y profunda de la vida como algo que va mucho más allá de la necesidad primaria y se alimenta de la palabra de Dios.
Segunda tentación: pedir pruebas a Dios
La segunda tentación (tirarse desde el alero del templo) se presta a interpretaciones muy distintas. Podríamos considerarla la tentación del sensacionalismo, de recurrir a procedimientos extravagantes para tener éxito en la actividad apostólica. La multitud congregada en el templo contempla el milagro y acepta a Jesús como Hijo de Dios. Pero esta interpretación olvida un detalle importante: el tentador nunca hace referencia a esa hipotética muchedumbre. Lo que propone ocurre a solas entre Jesús y los ángeles de Dios. Por eso parece más exacto decir que la tentación consiste en pedir a Dios pruebas que corroboren la misión encomendada. Nosotros no estamos acostumbrados a esto, pero es algo típico del Antiguo Testamento, como recuerdan los ejemplos de Moisés (Ex 4,1-7), Gedeón (Jue 6,36-40), Saúl (1 Sam 10,2-5) y Acaz (Is 7,10-14). Como respuesta al miedo y a la incertidumbre espontáneos ante una tarea difícil, Dios concede al elegido un signo milagroso que corrobore su misión. Da lo mismo que se trate de un bastón mágico (Moisés), de dos portentos con el rocío nocturno (Gedeón), de una serie de señales diversas (Saúl), o de un gran milagro en lo alto del cielo o en lo profundo de la tierra (Acaz). Lo importante es el derecho a pedir una señal que tranquilice y anime a cumplir la tarea.
Jesús, a punto de comenzar su misión, tiene derecho a un signo parecido. Basándose en la promesa del Salmo 91,11-12 («a sus ángeles ha dado órdenes para que te guarden en tus caminos; te llevarán en volandas para que tu pie no tropiece en la piedra»), el tentador le propone una prueba espectacular y concreta: tirarse del alero del templo. Así quedará claro si es o no el Hijo de Dios. Sin embargo, Jesús no acepta esta postura, y la rechaza citando de nuevo un texto del Deuteronomio: «No tentarás al Señor tu Dios» (Dt 6,16). La frase del Dt es más explícita: «No tentaréis al Señor, vuestro Dios, poniéndolo a prueba, como lo tentasteis en Masá (Tentación)», donde la auténtica tentación consiste en dudar de la presencia y la protección de Dios: «¿Está o no está con nosotros el Señor?».
Tercera tentación: el deseo de triunfar
La tercera tentación, a tumba abierta por parte del tentador, consiste en la búsqueda del poder y la gloria, aunque suponga un acto de idolatría. No es la tentación provocada por la necesidad urgente o el miedo, sino por el deseo de triunfar. Jesús rechaza la condición que le impone Satanás citando Dt 6,13.
* * *
Para Mateo, Jesús en el desierto es lo contrario de Israel en el desierto. En aquella época, el pueblo sucumbió fácilmente a las pruebas inevitables de la marcha: hambre, sed, ataques enemigos. Dudaba de la ayuda de Dios, se quejaba de las dificultades. Jesús, nuevo Israel, sometido a tentaciones más fuertes, las supera. Y las supera, no remontándose a teorías nuevas ni experiencias personales, sino a las afirmaciones básica de la fe de Israel, tal como fueron propuestas por Moisés en el Deuteronomio. Los judíos contemporáneos de Mateo y de su comunidad no tienen derecho a acusar a su fundador de no atenerse al espíritu más auténtico. Jesús es el verdadero hijo de Dios, el único que se mantiene fiel a Él en todo momento.
El problema de la historicidad
El relato de Mt nos obliga a preguntarnos si se trata de hechos históricos o ficticios. Porque el diálogo con el tentador, el viaje a la ciudad santa y el otro a una montaña altísima no parecen tener nada de histórico.
Es interesante recordar que el cuarto evangelio no contiene un episodio de las tentaciones, pero habla de ellas a lo largo de la vida de Jesús. La más fuerte es la del poder, en el momento en que los galileos quieren nombrar a Jesús rey. Y tentaciones muy parecidas en su contenido, no en la forma, se repiten al final de la vida de Jesús, en la cruz: «Si eres Hijo de Dios, sálvate y baja de la cruz» (Mt 27,40). Estas tentaciones reflejan otro dato de gran interés: los tentadores son los hombres, no Satanás.
Reflexión final
La tentación es un hecho real en la vida de Jesús, a la que se vio sometida por ser verdadero hombre.
Mateo ha recogido este tema para dejarnos claro desde el principio cómo entiende Jesús su filiación divina: no como un privilegio, sino como un servicio.
En el fondo, las tres tentaciones se reducen a una sola: colocarse por delante de Dios, poner las propias necesidades, temores y gustos por encima del servicio incondicional al Señor, desconfiando de su ayuda o queriendo suplantarlo.
Las tentaciones tienen también un valor para cada uno de nosotros y para toda la comunidad cristiana. Sirven para analizar nuestra actitud ante las necesidades, miedos y apetencias, y nuestro grado de interés por Dios.
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