fe adulta
Lc 20, 27-39
«Dios no es Dios de muertos, sino de vivos, porque todos son vivos para Él»
El libro de J. Gaarder, “El mundo de Sofía”, comienza con una pregunta inquietante: “¿Quién eres?”, y ante ella, su protagonista, Sofía, se plantea esta sencilla reflexión: «Estamos aquí y ahora rodeados de personas animales y cosas, somos conscientes de ello y es fantástico vivir. Luego desaparecemos de este mundo ¿No es injusto que se nos dé algo para arrebatárnoslo después?» ...
¿Qué nos espera tras la muerte? No lo sabemos; y no lo sabemos porque no sabemos quiénes somos. Mejor dicho, cada uno tiene su propia concepción de sí mismo, pero, en general, sus dudas al respecto son más fuertes que sus certezas. Para unos, somos mera contingencia caduca condenada a desaparecer. Para otros, la minúscula porción de un Cosmos sacralizado al que identifican con Dios; es decir somos nada menos que “existencia de Dios”. Hay quien piensa que somos mera ilusión, y quien cree que somos los hijos amados con locura por un Dios personal que nos espera al otro lado de la muerte.
¿Quiénes somos?... Aparentemente somos cuerpo que se deteriora con la edad y acaba muriendo y descomponiéndose. Es evidente que no podemos contar con él si soñamos con más vida tras la muerte. Pero no importa, también somos mente; pensamiento. Los eleáticos —incluidos Parménides, Platón, Aristóteles o Descartes— identifican el ser con el pensar, es decir, creen que la mente es lo único que determina nuestra existencia: «Pienso, luego existo». Pero el cerebro, soporte del pensamiento, también muere. Entonces, ¿qué nos queda?
Todo lo que tengo, incluido mi cuerpo y mi cerebro, se me escapará un día de las manos. Solo me quedará lo que soy. Me gusta pensar que soy ese “soplo de Dios” del que nos habla el Génesis, es decir, que soy amor, libertad, tolerancia y compasión; que el cuerpo, el cerebro, e incluso el conocimiento y la experiencia, son pertenencias caducas que no forman parte de mí. Pero ¿cuál es el bagaje que me acompañará al otro lado de la muerte?... ¿Me acompañará el sentimiento de identidad personal?... ¿O soy como la ola que tras romper en las rocas queda diluida en el mar?... ¿Cómo influirá mi vida aquí, en este mundo, en mi vida tras la muerte?... No lo sé. Son preguntas para las que no tengo respuesta racional.
Pero donde falla la razón surge la esperanza. Esperanza en que la muerte no sea el fracaso definitivo e inapelable, el absurdo por excelencia, el sinsentido mayor que cabe concebir... Pero esta esperanza no es gratuita, sino que hunde sus raíces en la fe, y por eso envidio sinceramente a quienes creen “de verdad” en el Dios de Jesús; a quienes confían plenamente en lo que Abbá tenga preparado para nosotros en el momento de la muerte… A quienes le creen a Pablo cuando dijo a los cristianos de Corinto que “ni ojo vio, ni oído oyó, ni inteligencia humana puede siquiera concebir lo que Dios tiene preparado para sus hijos”.
Miguel Ángel Munárriz Casajús
Para leer el comentario que José E. Galarreta hizo en su momento, pinche aquí
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