FE ADULTA
La forma como el hombre ha construido las relaciones sociales, los graves obstáculos que han sufrido todos los pueblos y generaciones, la dificultad que entraña percibir alguna luz que dé sentido a nuestra vida, la torpeza de nuestro ser para intuir realidades tan importantes como lo Divino, el prójimo y nosotros mismos, nos sugiere la imagen de que somos ciegos de nacimiento.
El problema es que el ser humano no se reconoce como tal, sino que se auto-convence de su perfecta visión del mundo y de cuanto le rodea, de su creencia de estar en posesión de la verdad, su verdad. Sin contrastar, sin verificar, sin dejarse persuadir por nada ni nadie. Han surgido así un sinfín de valores, criterios, actitudes y estructuras construidas por cegatos o miopes al servicio de nuestra oscuridad para estar a gusto.
De ahí que este mundo esté expuesto a graves errores resultado de ese auto-engaño. Lo cual nos obliga a estancarnos en nuestras ideas o movernos entre sombras con rumbo incierto para no equivocarnos en cada encrucijada.
Sin embargo, la experiencia cristiana nos habla de una Luz que es capaz de alumbrar los rincones más oscuros de nuestra alma, una visión nueva y más profunda de desentrañar la realidad que nos la ofrece Dios por medio de Jesucristo. Él es la luz que ilumina los ojos cegatos de los hombres, las gafas correctoras de nuestras deformadas visiones de lo real.
La segunda carta a los Corintios nos recuerda que la fe en Cristo lleva consigo una actitud abierta a lo nuevo, no a lo que nosotros creemos ver. Dios se va revelando a través de la Historia en los acontecimientos nuevos de cada día. Por eso, nuestra fe es una fe en el Abbá nuestro de cada día. “Lo nuevo ha comenzado. Todo esto viene de Dios, que por medio de Cristo nos reconcilió consigo y nos encargó el servicio de reconciliar”. ¿Lo llevamos a la práctica?
En ese empeño nos esforzamos. A pesar de esos ciegos ególatras que poseen el poder, el dinero y el desprecio más absoluto hacia los seres humanos. Porque el mal se presenta en cualquier ocasión y es tentación de muchos y el bien, afortunadamente, sigue haciéndose presente en las nuevas miradas y en las conciencias de hombres y mujeres de buen corazón.
La parábola del hijo pródigo viene a ser, como apuntaba más arriba, la del hijo creído, cegato y torpe. Los cristianos nos hemos creído creyentes de primera clase. Y también la Iglesia, que sigue menospreciando a los laicos, hombres y mujeres, a aquellos que son diferentes, a los hermanos de otras religiones, a los no creyentes. ¿Ha seguido a lo largo de la historia el evangelio de Jesús?
El evangelio del Padre-Madre buenos nos brinda la posibilidad de acercarnos al texto a través de sus personajes y transformar las visiones deformadas. El hijo menor aparece como exigente, interesado, derrochador, juerguista. En sus correrías pasa de ser hijo a porquero, al pasar hambre se da cuenta de su propia degradación e indignidad, es el punto de inflexión para volver a su casa. El hijo mayor es obediente, trabajador pero servil, no valora todo lo que tiene ante sí. La vuelta del hermano y la reacción del padre le indignan; una cierta envidia le corroe, nunca ha celebrado ninguna fiesta con sus amigos; se diría que se ha cansado de ser sumiso a pesar de que el padre trata de persuadirle para que entre en la fiesta y ocupe el lugar de hijo y de hermano que le corresponde. En realidad los dos hijos hacen sus cálculos interesados con un criterio de reparto distributivo. El padre manifiesta en todo momento su bondad, su compasión y su perdón. Permanece siempre alerta esperando el regreso del hijo y sale al encuentro de cualquier hijo/a extraviado o equivocado. Lo abraza fuertemente, le besa, se le conmueven las entrañas por su hijo, un gesto íntimo, profundo, de compasión y de alegría. Su palabra de autoridad le devuelve su filiación: traje, anillo, sandalias y banquete como símbolo de comunión. No hay tiempo que perder. La queja del hijo mayor se disuelve ante la alegría del reencuentro. “Hijo, si tú estás siempre conmigo y todo lo mío es tuyo: deberías alegrarte, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha vuelto a vivir, se había perdido y lo hemos encontrado”. El padre se sitúa en otro nivel de bondad, de perdón, de gozo.
El retorno del hijo pródigo, de Rembrandt, nos ayuda a comprender que esta parábola es también nuestra historia. Cada uno de nosotros somos ese hijo/a. Hemos experimentado como personas el dolor de las equivocaciones, las incoherencias, las falsedades, las conductas mezquinas que provocan dolor y sufrimiento en nuestro mundo. También sabemos de la ausencia y del alejamiento de Dios en lo personal. Jesús nos muestra que el corazón de Abbá-Dios está inquieto y preocupado por encontrarnos. Sólo Él/Ella puede desenmascarar nuestro autoengaño y nuestro egocentrismo. Las falsas imágenes de un Dios varón autoritario, distante y legalista, Jesús nos invita a contemplarlo en aquel padre o madre (una mano masculina y otra femenina en el cuadro) que sale corriendo a nuestro encuentro por propia iniciativa, desconcertante e inimaginable, en el diálogo que entabla con cada ser humano; con su abrazo estrecha todos nuestros errores, acoge nuestras heridas, envolviéndonos en una mirada que lo perdona y lo olvida todo. Pronuncia nuestro nombre y nos conduce a la mesa en la que hay sitio para todos. Y aprendemos[1] que la extraña conducta de Jesús de acoger a los alejados y perdidos era fiel reflejo de lo que él veía hacer al Padre tratando de convencernos de hasta qué punto nos quiere Dios y debemos amarnos nosotros.
¡Shalom!
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