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(Publicado en Respira tu ser. Meditaciones, Ediciones feadulta.com, Illescas, Toledo 2021, pp. 53-54)
Armonía viene del griego harmodso que significa juntar. Se da armonía donde hay equilibrio, proporción, conjunción de elementos diversos. Como sucede en un edificio proporcionado, bien conjuntado consigo y con el entorno. O en un armónico musical hecho de sonidos distintos pero acordados.
El amanecer saludado por un concierto de mirlos, tordos, petirrojos, reyezuelos…, el atardecer envuelto en orlas de naranja, púrpura, violeta y azul oscuro…, la semilla que brota silenciosa al ritmo de la vida… La naturaleza respira y emana armonía.
El universo –o multiverso, si existe– es un prodigioso equilibrio de energías, ondas y órbitas, con sus innumerables galaxias y constelaciones, soles y planetas. ¡Y cuántos planetas probablemente vivientes como esta Tierra azul y verde! El cosmos entero es una asombrosa sinfonía en eterno y permanente evolución creativa.
También nosotros, los humanos, como todos los seres, somos hijos de la armonía creadora del universo, hijos de la Tierra, de la evolución de la vida en su seno. Fuimos dotados de capacidades racionales y afectivas, tecnológicas y simbólicas muy superiores a todas las demás criaturas nacidas hasta hoy en el planeta. Sin embargo, es como si la Tierra, por algún error fatal de la evolución, nos hubiera privado del bien supremo: la armonía con nosotros mismos y los demás.
En efecto, padecemos como un profundo desarreglo congénito que no observamos en ninguno de los vivientes conocidos. Ningún animal, que sepamos, es torturado como nosotros por la envidia y la rencilla, los traumas del pasado y la inquietud del futuro, el miedo a perder lo que amamos y el impulso de destruir lo que odiamos, la ambición de ganar y la angustia de perder… Ninguna especie es tan competitiva, depredadora y destructora. ¿Qué nos pasa?
¿Será que, como cuenta el mito bíblico, creados en un paraíso de pura armonía, fuimos expulsados por una divinidad celosa y cruel por un pecado de desobediencia de nuestros primeros padres? No es eso. La Biblia no describe lo que sucedió en el pasado, sino el desgarro que padecemos, el paraíso que buscamos y los destrozos que causamos.
Y no lo hacemos por maldad, sino por ignorancia e impotencia. Hacemos el mal que no queremos y no hacemos el bien que queremos, como tan certeramente dijo Pablo (Rm 7,14-23). Y no obramos así por mala voluntad, sino por no saber lo que de verdad queremos o por no poder realizar lo que queremos. Por estar dotados de un cerebro extraordinariamente complejo y poderoso, pero incapaz de gestionar adecuadamente su complejidad y capacidades. Por ser seres inacabados.
No somos culpables, pero ello no nos exime de nuestra responsabilidad personal y colectiva: avanzar hacia la armonía. Si las ciencias fueran remediando los desajustes neuronales y genéticos de nuestra especie; si el sistema educativo se centrara en la sabiduría vital más que en la mera adquisición de conocimientos; si la política planetaria se liberara de la dictadura especulativa y financiera de unos pocos, y se rigiera por el máximo Bien Común posible; si practicáramos la sabiduría vital enseñada por los diversos caminos de espiritualidad antiguos o recientes, más allá de dogmas y de marcos rígidos, entrando en nuestro interior, sumergiéndonos en la naturaleza, respirando en quietud, practicando la atención silenciosa, haciéndonos prójimos del herido…, podríamos avanzar hacia la realización de nuestro verdadero ser fraterno y feliz. Podemos avanzar.
Hoy afrontamos el mayor desafío histórico del Homo Sapiens: o, en el cénit de su poder, sellamos el fracaso de la especie o llevamos a cabo una profunda revolución espiritual y política y damos un paso irreversible hacia esa bella y fugaz armonía que irresistiblemente nos atrae.
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