FE ADULTA
«Amad a vuestros enemigos; haced bien a los que os odien, bendecid a los que os maldigan, rogad por los que os difamen… Sed compasivos, como vuestro Padre es compasivo. No juzguéis… no condenéis… perdonad…»
Estamos en el núcleo más íntimo del evangelio; en lo que más genuinamente expresa el sueño de Jesús; el Reino: una humanidad de hijos que solo queriéndose como hermanos encontrará su camino.
Pero estas expresiones que hoy leemos pueden ser interpretadas de muy diversas maneras. De hecho, unos la interpretan como una norma moral sumamente exigente que nos abre las puertas del cielo, otros, como un tratado de sabiduría que nos señala el camino de la felicidad, y otros, como una propuesta genial de convivencia capaz de llevar la humanidad a la plenitud a la que está destinada.
Pero conociendo a Jesús como creemos conocerle, resulta muy difícil imaginar que solo buscase la raquítica salvación de una docena de perfectos, sino que nos estaba proponiendo un proyecto de mucha más envergadura… Y así debieron creerlo también los poderosos de Israel, pues solo necesitaron unos meses de predicación para saber que tenían que matarlo porque su doctrina hacía peligrar su estatus y comprometía su forma de vida.
Y es que una lectura superficial del evangelio nos puede llevar a concluir que Jesús no abordó los problemas sociales y políticos de su época —y por tanto de ninguna época—; que sus consideraciones están tan centradas en la persona que no son válidas para dar solución a las dificultades reales de la sociedad. Pero si profundizamos en él veremos que es justo al contrario, porque Jesús construye el Reino desde dentro, no desde fuera, se centra en las personas para que esas personas construyan una sociedad humana mucho más justa y fraterna.
El objetivo último de cualquier sociedad es la convivencia, pero la convivencia se puede tratar de imponer a través de las leyes —cosa que nunca se logra— o se puede sembrar. Como decía Ruiz de Galarreta: «La ley deja a la persona a sus fuerzas, le pone preceptos que debe cumplir, le amenaza, le castiga, pero no le cambia el corazón. El Evangelio le coloca ante el don de Dios, le hace conocer a su Padre, le convierte en Hijo, lo cambia por dentro… y ya no tiene que mandarle nada».
Cuando la convivencia se siembra, tarda un tiempo en dar fruto, pero cuando lo da, da el ciento por uno. La razón es que las actitudes evangélicas —aunque parezca lo contrario— son contagiosas, y cada acción de generosidad, de perdón, de fraternidad, es una siembra que acaba dando fruto. Y es por eso por lo que estamos invitados a actuar como hijos; a estar en el mundo como estuvo Jesús, porque su semilla es poderosa y capaz de cambiarlo definitivamente a mejor.
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