Mi buen amigo Pello: recibe este pequeño homenaje, humilde y convencido. En cierto modo es un vano intento, porque son muchos –¡enhorabuena a todos!– los que ya han elogiado tus dones y tus logros mejor de lo que yo soy capaz. Con gusto hago míos todos los elogios.
Así pues, en estas líneas no te honraré porque te revistieran tantas cualidades admirables; ni porque tuvieras la gracia de la palabra hablada y escrita; ni porque fueras capaz de registrar en tus oídos las melodías del viento, de la lluvia, de la piedra y del pueblo, y de trasladarlas del oído al pentagrama con tanta facilidad y elegancia; ni porque fueras un virtuoso organista, sin haberlo estudiado con nadie; ni tampoco porque en la radio y la televisión vascas te hubieras convertido en chispeante informador del tiempo o en experto presentador de música clásica e iniciador a su disfrute. Y bloguero y escritor y…
No es poco. Has dejado el listón muy alto, pero sin competir con nadie y alegrando a todos. ¡Enhorabuena, Pello! Sin embargo, no es por todo eso por lo que te honro ante todo. Es tu humanidad, tu talante vital, tu ser sencillo y pleno, tu natural caminante lo que quiero recordar y encomiar. Quiero expresar mi reconocimiento de los hermosos años, mis últimos como franciscano, en que compartimos comunidad en nuestra bendita Arantzazu (2003-2010), así como de los años, anteriores y posteriores, en los que, sin estar juntos, hemos estado unidos. Es un reconocimiento de gratitud. Hemos sido compañeros de viaje, yo para ti, tú para mí. Te debo mucho, Pello, y no tengo más que un pobre gracias. Y estos renglones que me brotan del corazón.
Celebro ante todo tu juguetona infancia, el niño inocente que has sido. Aquel niño despierto y vivo que salió de las faldas del Txindoki ha seguido siendo niño hasta el final, hasta convertir el final en un nuevo comienzo. Has sido el niño que te habitaba. Mejor, has llegado a ser niño. Más niño cuanto más crecido, cuanto más mayor, cuanto más dotado. ¿O cuanto más niño más dotado? “El reino es de un niño”, escribió el sabio Heráclito hace2.500 años. Algo sabía. Has sido un niño juguetón. Y creabas jugando como suelen los niños, como mamaste del pecho de tu gran madre, como hablabas y escribías y componías y tocabas el órgano, como amabas el País Vasco llano y como respirabas el euskera, todo con esa facilidad tan tuya, con solo dejar que fluyera lo que manaba de dentro. Así es como has producido tanto, pero nunca te vi agobiado y angustiado, si bien en tu ancho ser habrás conocido las angustias y las sombras que llevamos todos; tú, sin embargo, habías aprendido también por ti mismo a jugar con tus sombras, como en las primeras horas de las tardes soleadas de Arantzazu la luz de los vértices de las piedras punteadas de las torres juega –te lo escuché a ti– con la sombra de las hendiduras.
A menudo te observé jugar hablando a silbidos con los mirlos –tú al mirlo, el mirlo a ti–, interlocutor divertido de todo lo que es. Inclinado a la tierra, mirando al cielo, atento a la luna y al viento. Las témporas y cosas así, ya sabes, no te las creía mucho, pero también ellas formaban parte de tu ingenuidad infantil. Admiro tu admiración de la naturaleza –siendo tú mismo naturaleza, como lo somos nosotros y todo lo que es–, y reverencio la veneración que le profesabas. Sin eso –por fuertes que seamos– no nos podremos salvar. Este mediodía, en el tranquilo bosquecillo de Elkota, me ha parecido que es eso lo que estabas diciendo mientras te escuchaba en el sonoro fiii-fiuuu del canto de un tordo.
Es una alegría mencionar también y elogiar la apertura con la que vivías y pensabas la religión, una apertura que tanto nos importaba y unía a los dos. No era en ti moda, sino instinto. Y conocimiento, y opción. Diría en pocas palabras –¿seré exagerado?– que en los más de 500 años de historia de los franciscanos de Arantzazu tú has sido el primer icono de la espiritualidad laica, imagen de una espiritualidad que trasciende la religión, modelo de la espiritualidad del futuro, que –como es tu caso, y también el mío– no tiene por qué abandonar determinadas formas religiosas cristianas–, pero que pone el corazón más allá de la religión y de todas las religiones. ¡Enhorabuena, Pello! ¡Ojalá Arantzazu hubiera seguido tu camino durante los 60 años que has vivido en Arantzazu! Lo digo con pena.
Pero tú has cumplido con lo tuyo, ahí queda eso, ahí sigues plenamente vivo. El día de la Candelaria, a mitad de camino entre el invierno y la primavera –una confesión de la luz–, emprendiste tu último viaje,a los cuatro vientos –Udalaitz y Aizkorri, Aloña y Elgea –, hacia la luz plena, más allá de todo espacio y tiempo. Yendo más allá te has quedado más acá.
Me viene a la memoria aquello que, en la celebración de tu despedida, mientras la voz del barítono solista de conmovedora dulzura llenaba la basílica de Arantzazu hasta lo más profundo, en la cima de la belleza, cantamos con letra de Gandiaga y en tu propia melodía: “Encendamos la luz, camino de la vida”. Sé, pues, para nosotros compañero de camino, Pello, tú caminante llegado ya a la realización de la bondad en el reino de la infancia, nosotros buscando todavía realizar la bondad del niño que somos.
José Arregi
Aizarna, 11 de febrero de 2022
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