RELIGIÓN DIGITAL
Quiero aclarar cuanto antes que, por la dúplice ventana ojival del diccionario y en relación con los términos de “súbito, ya, “presto”, sin demora e inmediatamente, con los de “sospechoso, inseguro, con reparos, ambiguo y dudoso”, habrá de contemplarse “esta” Iglesia, si bien no precisamente desde perspectivas que se proclamen “eternas”.
A la luz de acontecimientos pontificios protagonizados –y por protagonizar– en los últimos tiempos en los que se hace frecuente y capital noticia el papa “emérito” Benedicto XVI, creo que serán de utilidad, estas consideraciones y sugerencias, con directa referencia a su antecesor San Juan Pablo II.
Benedicto XVI
Demasiadas prisas y precipitaciones se detectaron y detectan en todo el proceso canónico que hizo posible la elevación al honor de los altares a Juan Pablo II. En los pasos y gestiones curiales caracterizados, por definición, de relevante, no caben las prisas y menos en el contexto reverencial eclesiástico de que “el tiempo no cuenta”. En él no caben las prisas. La santidad y su público, solemne y oficial reconocimiento, no es flor de un día. Ni de un eslogan, por feliz y concluyente que resulte, como el “¡Totus tuus!”. Tampoco es fruto de unos sentimientos al servicio de masas movilizadas no siempre con intenciones espirituales, y no de otras procedencias y orígenes discutibles e sinuosos.
Partiendo del convencimiento tan elemental de que, ser canonizado no es dogma de fe ni, por tanto, herejes quienes lo cuestionen, son explicables las reacciones y comportamientos de no pocos católicos, apostólicos y romanos “de toda la vida”, a los que les resulte escandalosa la proposición-manifestación de que la ascensión a los altares de Juan Pablo II pudo y debió habérsele ahorrado a la Iglesia.
Si la liturgia, como es sabido –y recordado tan fervorosamente por el papa Francisco, está tan necesitada de reforma–, el Santoral Año Cristiano está en igual, y aún mayor proporción, profundidad y urgencia. La función-ministerio de ejemplaridad e intercesión-mediación ante Dios, que encarnan los santos, canonizados o por canonizar, no la ejercita un papa por papa y menos en casos, circunstancias, formas y modos de ser Iglesia la Iglesia como la que viviera Juan Pablo II.
Al concilio Vaticano II, y a las esperanzas legítimas y salvadoras de Iglesia que este supuso para el pueblo de Dios y para la convivencia en general del resto de la humanidad, acerca de la gestión del papa Juan Pablo II y la del inmediato sucesor y continuador de su obra, hay que aseverar que fue ciertamente mejorable. Se perdieron unos años, que los esfuerzos del papa Francisco, por denodados y decisivos que sean, con dificultad suprema podrán subsanar convenientemente.
Es justo reseñar que en su largo y viajero pontificado, Juan Pablo II legó a la Iglesia y a la humanidad en general, claros y evidentes signos de religiosidad y convivencia. Pero, con objetividad, historia, fe y Evangelio, es igualmente imprescindible reconocer que el ejercicio-ministerio como papa se prestó y presta a falaces interpretaciones de la sagrada condición –“papalatría”– de “Vice-Dios”, con la que devotos y devotas le obsequiaron y reverenciaron.
Especial mención, innoble e inimaginable, hay que reservarle para la Curia Romana que eligió, o mantuvo, y en cuyas manos y procedimientos canónicos dejó la administración y ejercicio de la Iglesia mientras él comandaba “por esos mundos de Dios” ejércitos de admiradores al grito victorioso de “¡Totus tuus!” y del “¡Bendito el que viene en el nombra del Señor¡”.
La canonización de Juan Pablo II fue precipitada. Muchas razones o sinrazones lo explican y seguirán explicándolo, a medida que pasen los años y a los archivos les fallen algunos de los siete sellos que guardan, protegen y acorazan sus secretos. “Descanonizar” es un barbarismo no aceptado aún por los diccionarios, aunque es posible que algún día la técnica –y los hombres y mujeres “impías y blasfemas” – faciliten su legitimidad e inserción también en el lenguaje y en los procedimientos canónicos.
¿Papas infalibles? Por fin su sucesor y colaborador de por vida, Benedicto XVI, se ha visto obligado a reconocer graves –gravísimos– fallos “pastorales”, relacionados con la pederastia, y en cuyo recuento y ponderación, por omisión, San Juan Pablo II jamás pudo ser y sentirse ajeno.
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