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martes, 29 de octubre de 2019

La mujer deshumanizada en la Iglesia

José M. Castillo, teólogo
Teología sin censura
Castillo2Por las noticias, que nos van llegando sobre el Sínodo de la Amazonía, aunque se sabe que se han tomado decisiones positivas sobre el diaconado permanente de la mujer, también es cierto que las mujeres no han podido ni votar al tomar las decisiones que les afectan. Por eso digo sinceramente y con todo respeto, pero también con profundo dolor, afirmo que las noticias que nos llegan del Sínodo son malas noticias. ¿Por qué?
Porque, por más buena y positiva que sea la esperanza de una futura “sinodalidad” constitutiva de la futura Iglesia, así como le esperanza en la ordenación presbiteral de hombres casados, mientras la Iglesia no reconozca y ponga en práctica la igualdad, en dignidad y derechos, de mujeres y hombres, esta Iglesia nuestra dejará y abandonará a más de la mitad de la población mundial marginada, humillada y despreciada, carente de los mismos derechos y de la misma dignidad que se les reconocen a los hombres.
Pero no es esto lo más negativo y doloroso en este asunto. Lo peor y lo más grave de todo es que la Iglesia, al proceder de esta manera, en realidad lo que hace es deshumanizarse a sí misma, al no reconocer ni aceptar la plenitud de la condición humana, en la misma plenitud y con la misma dignidad y derechos en las mujeres que en los hombres. Una institución que hace esto, por eso mismo se queda fuera de los contenidos más elementales de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Y si esta Iglesia que tenemos, con todas sus ortodoxias y fidelidades dogmáticas, no acepta los Derechos Fundamentales de los seres humanos, de todos por igual, ¿con qué autoridad y credibilidad va a predicar por el mundo un Evangelio que enseña a gritos que “los últimos tienen que ser los primeros” (Mt 20, 16; 19, 30 par) y que, en su comunidad de seguidores, el que “quiera ser grande y situarse sobre los demás, tendrá que hacerse esclavo (“doûlos”) de todos (Mt 20, 26-27 par).
No olvidemos que no es lo mimo la “diferencia” que la “desigualdad”. La diferencia es un “hecho”, mientras que la igualdad es un “derecho”. La mujer y el hombre son diferentes. Eso es un hecho. Pero la mujer y el hombre no son desiguales. Esto es un derecho. Ahora bien, lo más terrible y violento, que ha hecho la Iglesia, ha sido permitir que las mujeres se vean abandonadas “al libre juego de la ley del más fuerte”, marginando el tema determinante del Evangelio, que no puede quedar reducido a una “creencia religiosa”, sino que, además de eso, tal creencia se acepta y se toma en serio cuando se traduce en un “derecho fundamental”, es decir, cando la creencia que nos presenta Jesús de Nazaret, relativa a la igualdad de todos, se traduce en “la ley del más débil” (Luigi Ferrajoli). Mientras esta ley no se traduzca en un derecho y un deber, que jurídicamente obliga a todos los seres humanos por igual, seguiremos siendo infieles al Evangelio y a la humanidad.
Es verdad que, en el judaísmo y en las cartas de Pablo y posteriores a Pablo (Ef, Col, Pastorales), se describen situaciones de inferioridad de las mujeres en la sociedad y en el imperio. Pero no olvidemos que el documento y el hecho determinante para la Iglesia es el Evangelio, del que he dicho cómo hay que plantear y resolver este asunto. Además, las costumbres y las normas del Derecho Romano no pueden ser, en ningún caso, los criterios que decidan los derechos y deberes de los cristianos de todos los tiempos.

Y termino. La presencia de la mujer en la sociedad y en la convivencia de los humanos es y será más decisiva cada día. Si la Iglesia no toma en serio la solución al problema de la desigualdad entre mujeres y hombres, el futuro que espera a las generaciones futuras será cada día más problemático y oscuro. Pero no para las mujeres, sino para la Iglesia. 

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