Según el parecer mayoritario, aunque los hay que incluso niegan su existencia, Jesús fue un personaje real, un predicador de tierras de Galilea que fue ajusticiado por los romanos. Asegurar lo que hizo y lo que dijo y deducir el motivo de su condena ya es harina de otro costal, donde naufragan muchos tratados con pretensiones de historia.
Los únicos documentos a los que acudir y que dicen algo enjundioso de él y no meras referencias, como pueden ser las de Josefo, Tácito, Suetonio o Plinio el Joven, son los contenidos en el Nuevo Testamento, especialmente los Evangelios. Pero tales documentos más enturbian que aclaran la personalidad real de Jesús, llamado a veces nazareno y otras nazoreo.
Hemos insistido en días pasados en que los rasgos distintivos, su biografía y su personalidad han sido en exceso distorsionados de tal modo que es sumamente difícil saber quién fue. La labor de desmontar aspectos increíbles, hechos narrados que son mágicos o fantásticos, contradicciones flagrantes dentro incluso del mismo Evangelio, sólo ha podido llevarse a cabo cuando los investigadores se han sentido a salvo del omnímodo poder represor de las “fuerzas vivas” eclesiales, especialmente las católicas y las protestantes.
Y a pesar del esfuerzo vulgarizador de los investigadores, en modo alguno han calado sus conclusiones entre los fieles creyentes. Son muchos siglos de adoctrinamiento y mucha la idiocia o simplemente la inercia, la apatía o la indiferencia del pueblo fiel. A quienes han dado de lado las creencias, les importa poco si Jesús fue esto o lo otro; a quienes creen en él, nada que se diga podrá perturbar su fidelidad.
Una lectura superficial de los Evangelios hace creíble la figura de Jesús, aunque se puedan omitir hechos fantasiosos como puedan ser resurrecciones o expulsiones de demonios encarnados en cerdos. Es más, muchos afirman que la memoria de un hombre excepcional no se borra así como así, aun pasados muchos años. Y sin embargo los expertos insisten en que el personaje fue adulterado, a veces de modo grosero.
Ya hemos aducido en días pasados algunos motivos. El más evidente es la distancia. Y afirmábamos que cincuenta años ─en el caso del Evangelio de Juan, más─ son muchos cuando de tradición oral se trata, con el añadido de sucesos enormemente traumáticos relacionados con el personaje y con el grupo social al que pertenecía.
Pensemos en otros aspectos que influyeron necesariamente en el relato acumulativo de hechos portentosos y en el ocultamiento de otros peyorativos. Uno de ellos es la misma lengua hablada por Jesús y sus discípulos frente a la utilizada por los evangelistas. Los que escribieron sobre Jesús lo hicieron en una lengua ajena a Jesús, en griego. No lo conocieron directamente y los que sí lo conocieron y trataron guardaban recuerdos en arameo. ¿Cómo y quiénes dieron traslado de lo que la memoria guardaba de una lengua a otra? Fue necesaria una traducción, con el riesgo que ello entrañaba.
Recordemos, además, que en Jerusalén ocurrieron hechos aciagos que provocaron una desbandada general, una diáspora sufrida tanto por judíos como por prosélitos cristianos. Palestina, para muchos, quedaría muy lejos. Es casi seguro que ninguno de los Evangelistas recorrió los lugares que describe ni contactó con las gentes del lugar que, con seguridad, guardarían recuerdos del Maestro predicador.
Añádase el tiempo transcurrido entre los hechos acaecidos y los relatos al respecto. No insistiremos en lo que ya dijimos en días pasados. Lo sucedido en los primeros treinta años del siglo I e.c. fue narrado en el último tercio.
También hemos hecho referencia a un dato significativo respecto a los destinatarios de los Evangelios. Fueron escritos por y para comunidades urbanas, muy alejadas de los problemas que acuciaban a las rurales. El personaje Jesús proviene de un entorno rural, algo que queda reflejado en muchas de sus alegorías o parábolas.
Pero si algo pudo influir en el sesgo redactor fueron los dos hechos traumáticos citados: la crucifixión del jefe en el año 30 y la destrucción de Jerusalén en el año 70. Los judíos, todos, se convirtieron en enemigos del Imperio y como tales tratados: derrotados, muertos, ajusticiamientos, huida y dispersión...
Los evangelistas trataron de revertir tales hechos al hablar de Jesús. Todo su propósito fue exculpar a los romanos de la condena y muerte de Jesús, para hacer de él un personaje inocuo y hasta bien considerado por los romanos. Recordemos el juicio ante Poncio Pilato, en el que incluso aparece la mujer para implorar clemencia.
Y todo el relato chirría de tal manera que uno llega a pensar si los evangelistas tomarían por tontos a los futuros adoctrinandos. Cómo contrasta el relato de la Pasión de los Evangelios con el de los Hechos de los Apóstoles cuando Pablo de Tarso es acusado ante las autoridades romanas, cómo se garantiza su defensa, cómo es enviado a Roma…
Jesús pasa por ser un personaje ajeno a la política, un predicador más que propugna el bien y la bondad, inofensivo para las autoridades y en nada proclive a amenazar los intereses de Roma… ¡y sin embargo fue crucificado! ¿Alguien entiende tal paradoja?
Lo que decimos, tanto ayer como hoy importaba poco la historicidad del relato, la comprobación de los hechos y las contradicciones evidentes. Cuando alguien es capaz de dar su aserción a fecundaciones celestiales y a cantos de ángeles en medio de la noche, esta u otra menudencias importan poco.
Y sin embargo de tales menudencias se deduce que el Jesús de la fe no fue el personaje real que vivió en tal tiempo y en tal lugar.
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