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jueves, 5 de julio de 2018

¿CÓMO SER IGLESIA EN LA POST-CRISTIANDAD?


col velasquez

Es una pregunta que no puede ser rehuida, más allá de las resistencias para aceptar el término de ese extenso ciclo histórico de la cristiandad. Sí, porque antes que los escándalos de la pederastia y su encubrimiento hiciera estragos, hay abundante evidencia que las sociedades han tomado un rumbo ajeno al anhelo eclesial. Y sí, porque la indiferencia religiosa, la increencia y el abandono de la fe de los padres es un hecho irrefutable y un signo de los tiempos.
Si bien se trata de un fenómeno universal, en una Iglesia en crisis como la de Chile, las decisiones y acciones que se emprendan desde Roma, así como su evolución, pueden dar luces para encontrar caminos de salida. En tal sentido, todo indica que la Iglesia chilena, con su particular debacle institucional y por su pequeño tamaño en el contexto universal, resulta propicia para probar decisiones ad experimentum.
Las búsquedas son confusas, mientras la feligresía experimenta esa suerte de enajenación bipolar, que trata de encontrar arraigos para una fe quebrantada. Sí, porque, en pleno caos eclesial, los fieles aun buscan referentes humanos inexistentes. En efecto, en un momento esa esperanza se depositó en los emisarios del Papa, pero con el pasar de los días aquello se ha esfumado. Y ahora, porfiadamente, vuelve a ponerse la esperanza del futuro de la Iglesia en los obispos.
La cristiandad acondicionó a la feligresía a esa dependencia humana, en circunstancias que el verdadero Salvador resulta esquivo para quienes necesitan experimentar la fe desde lo concreto, donde lo único sensible son la perplejidad y el hastío.
En ese mundo de lo concreto, las antípodas de la realidad jerárquica aparecen graficadas por Iglesia chilena y la Iglesia de Roma. Mientras una ha sido convertida en el chivo expiatorio de la maldad eclesial universal, la otra aparece ocupada de los grandes problemas de la humanidad. Mientras una encarna el anti testimonio cristiano, la otra la coherencia evangélica. Así, pareciera haber dos Iglesia, una desvirtuada y otra servidora. Sin embargo, ambas son parte de una misma realidad, la cristiandad.
Atisbando respuestas
Las respuestas espontáneas intentan hacer un control de daños para emprender la reconstrucción ficticia de un anhelo superado e imposible de revertir. Otros, aprovechando los espacios que deja una jerarquía cuestionada, tratan de llenarlos con propuestas que permitan ganar posiciones. Al final, pareciera que no se dimensiona la gravedad de los efectos estructurales de la debacle pastoral, porque aún persiste esa reminiscencia de la cristiandad, donde algunos intentan reafirmar el poder jerárquico, y otros compensarlo con alguna cuota de poder laical.
Entonces sigue sin respuesta esa pregunta fundamental: ¿cómo ser Iglesia en la post-cristiandad?
Para intentar una respuesta seria habría que comenzar por abandonar esa introspección eclesial que conduce a diagnósticos y miradas autorreferentes de la realidad. En las actuales circunstancias habría que ser audaces y dejarse auscultar por los pulsos de la sociedad, particularmente por la mirada de quienes no comparten la propia fe, más específicamente por el juicio crítico de quienes no son cristianos, que en última instancia son los destinatarios de la misión esencial de la Iglesia.
Esto tiene particular importancia en la crisis de la Iglesia chilena, donde los escándalos conocidos han derribado todo tipo de expectativas sociales respecto de la jerarquía, ello porque ésta se ha vuelto irrelevante en el amplio espectro de los problemas de interés social. En esto, hay que reconocer que el interés local de los escándalos eclesiales tiene más importancia mediática que una auténtica preocupación por el bien común comprometido en tal crisis.
En el presente, el juicio social aparece graficado abundantemente en los medios de comunicación social, que se expresan en todas las formas existentes y en todos los idiomas, con realismo y también con aversión. Ahí están la prensa, la televisión, la radio, las redes sociales y los más variados foros de análisis de la realidad. Ahí, la conclusión es lapidaria e incuestionable: la cristiandad ha defraudado todas las expectativas de servir al bien común de los pueblos.
Sin embargo, en la historia, la mejor crónica de la influencia de los cristianos en la sociedad la ofrece la carta de un pagano escrita a un amigo suyo, llamado Diogneto. Con una data histórica, muy probablemente del segundo siglo de la era cristiana, reproduce la admiración del mundo pagano por la coherencia que los cristianos expresan en su modo de vida. Como crónica, la Carta a Diogneto tiene un valor histórico, en cuanto resume cómo la fe de los cristianos es percibida en la cultura, y cómo ello afecta la conciencia pagana.
Dicha carta hace un extenso y pormenorizado relato de las conductas privadas y públicas de los cristianos, destacando su coherencia y contrastándolas con la cultura imperante. Destaca que los cristianos no imponen sus costumbres, sino que al practicar sus convicciones provocan el cuestionamiento de la conciencia ajena y de las tradiciones paganas. Y con solemne admiración describe cómo los seguidores de Jesucristo respetan la ley vigente para todos, pese a tener una ley interior no escrita, que los mueve hasta el límite del martirio cuando son puestos ante el dilema de claudicar a sus principios.
Como dice esa maravillosa carta: “Para decirlo con brevedad, lo que es el alma en el cuerpo, eso son los cristianos en el mundo.” (Carta a Diogneto, de autor anónimo).
Aquella misiva es una verdadera apología del auténtico cristianismo, y por contraste se convierte en una prueba contundente del fracaso de la cristiandad. Surge así la evidencia de la fecundidad apostólica que produce la radicalidad evangélica, sentando el precedente histórico que los tres primeros siglos del cristianismo dieron frutos más visibles y abundantes en la historia de la humanidad, que los últimos diecisiete siglos de cristiandad.
Junto a la coherencia y sencillez de los primeros cristianos, revelada en la Carta a Diogneto, aparece implícito un elemento clave que hoy, más que nunca, es necesario explicitar. Sólo así podrá será posible reencontrar el camino que ponga a la Iglesia en la senda del Evangelio, para servir a la cultura y a la sociedad.
Dualismo entre lo imperial y lo servicial
La cristiandad, fiel heredera de su alcurnia imperial, desplegó sus mejores esfuerzos y fatigas tras el objetivo de imperializar la fe cristiana en el extenso concierto universal. Se expresa así la catolicidad, en cuanto ha perseguido el objetivo de cristianizar a todos los pueblos, universalizando el cristianismo. Así, la Iglesia de la cristiandad se orientó tras la lógica de los grandes números, con lo que el éxito pastoral se mide con el criterio proselitista de la cantidad.
Con esa lógica, la cristiandad actualmente parece exitosa, al cobijar la pretenciosa cantidad de mil trescientos millones de católicos en el mundo, que representan el 18% de la población mundial.
Sin embargo, la realidad cualitativa demuestra que la incoherencia es la característica de esa cristiandad, que por defecto perdió un rasgo esencial de la virtud cristiana original, su fecundidad. De esta manera, los éxitos cuantitativos quedan frustrados por los resultados empíricos, que dejan al descubierto una flagrante esterilidad apostólica.
El germen de corrupción de la Iglesia de la cristiandad está precisamente en esa lógica de los grandes números, porque para conseguir tales resultados, la Iglesia institución ha debido fortalecer su estructura de poder, quedando expuesta a graves contradicciones evangélicas, donde la credibilidad resulta seriamente comprometida.
Cuando la Iglesia se imperializó, la cristiandad asumió una opción fundamental que terminó siendo nefasta. Optó porque ser cristiano fuera una opción de mayorías; en circunstancias que desde sus orígenes, ser cristiano ha sido siempre una opción de minorías. En esto, no deja de ser interesante el aporte de la Iglesia latinoamericana, que en la Conferencia General del Episcopado Latinoamericano de Puebla le dio a esa opción preferencial un contenido específico, como fue el de ese foco estratégico de los pobres y sufrientes.
Ahí está el núcleo de la contradicción fundamental de la cristiandad, porque la lógica de las numerosas feligresías no es ni puede ser un objetivo del ámbito religioso, ésa es tarea esencial, propia y necesaria del quehacer político, completamente ajeno a la religión. Ese es el gran pecado de la cristiandad.
No hay que olvidar que en los orígenes del cristianismo, Dios puso su mirada en ese “resto de Israel”, representado por los “anawim”, los pobres de Yahveh, cuya única riqueza era que tenían a Dios en su corazón. Hay ahí una clave escatológica en la decisión divina de elegir a María como la madre virginal del Hijo de Dios. Una mujer vaciada de sí, pero llena de Dios, proveniente de esa condición de los pobres de Yahveh, fue el instrumento escogido para realizar su plan de salvación universal.
Es en esa realidad, presente en muchos ámbitos silenciosos de la Iglesia actual, donde la fecundidad apostólica es elocuente, donde existe esa esperanza que no defrauda y donde las Bienaventuranzas son una realidad cotidiana entre quienes todo lo esperan de Dios.
Es ahí donde esos sencillos signos evangélicos de la sal, de la levadura y de la luz, adquieren consistencia apostólica, porque actuando en lo poco consiguen dar sabor, esponjar la cultura e iluminar las más oscuras realidades ensombrecidas por el pecado. Es ahí donde los cristianos actúan, no por saturación, sino osmóticamente por su poquedad, consiguiendo alentar la esperanza de otros que no necesariamente comparte la misma fe.
Sólo así, los caprichos cederán a los fundamentos, la vanidad a la esencia, lo superficial a lo intrínseco, lo exterior al fuero interno, los privilegios a los peligros, la comodidad a la audacia, la pasividad a la acción, la imposición al servicio, el dogma a la convicción, la rutina a la celebración, los cálculos a la parresía, la certeza a los riesgos, los fieles a los necesitados, la jerarquía al pueblo, la desconfianza al amor, la obligación a la misericordia, el secretismo a la justicia, la oscuridad a la verdad, la conquista a la paz y el dinero a Dios.
Asumiendo esta dinámica como un imperativo moral propio del ser cristiano, recién ahí tendrá sentido lucubrar en “dilemas pastorales en tiempo de crisis eclesial”.

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