Pedro J. Larraia Legarra
Un sector muy considerable de la sociedad española vota, elección tras elección, al Partido Popular, un partido estructuralmente corrupto. No son unas pocas manzanas podridas, es el ideario del partido, el neoliberalismo, el que alimenta una ambición sin restricciones que conduce derechamente a la corrupción.
En plena crisis económica, los directivos de las empresas más importantes del estado español ganan mucho más, muchísimo más, que antes de que estallara la crisis. Y no tienen el menor pudor en hacer ostentación obscena de sus ingresos (hace poco se supo que el presidente de Iberdrola ha tenido una remuneración que traducida a ingresos diarios equivale aproximadamente a unos 43.000 euros). Los que sustentan el sistema –PSOE, PP y Ciudadanos- quieren que veamos esto como algo natural y lógico. Alimentan la idea clasista de que esas personas, muy pocas, son personas extremadamente inteligentes, únicas, y que gracias a ellas la sociedad progresa. Que sin ellas no habría futuro. El mismo razonamiento que se ha utilizado, y se utiliza, para el rescate de los bancos.
Para ello, es imprescindible que la propiedad privada no tenga límites. Y para eso está el parlamento -un parlamento cautivo del gran capital y de los mercados financieros-, un ejecutivo que cumple obedientemente lo dispuesto en ese parlamento (previamente ya se ha encargado de indicarle lo que tiene que legislar), y un sistema judicial que, en caso de transgresión, aplica las leyes a medida emanadas de la “casa del pueblo”. Plena independencia de poderes y, en consecuencia, pleno Estado de Derecho.
En el otro lado, el lado mayoritario, las cosas van cada vez peor. Los sueldos se congelan o se reducen y se llega muy malamente a fin de mes o, directamente, no se llega. Una vez más, el diagnóstico de Marx fue certero: el capital paga lo estrictamente imprescindible para mantener, o reproducir, la fuerza de trabajo; el resto de la creación de riqueza se la apropia (acumulación).
El origen de la clase política es la sociedad. Las personas que orientan su vida hacia la gestión de la cosa pública son personas que surgen de ella. Criticar a la clase política por sus comportamientos inmorales y olvidarse que el semillero de esas conductas tiene su origen en la sociedad es desplazar el problema, no querer verlo. Un país es lo que decide su ciudadanía. Y si una parte significativa de esa población, votación tras votación, concede el mayor número de escaños al Partido Popular es porque no encuentra ninguna objeción ética a la manera de gestionar los asuntos públicos de este partido.
Todos coincidimos en que esto se resolvería con educación ciudadana. Sin embargo, nunca se ha alcanzado el acuerdo de mínimos que garantizaría los contenidos de las materias a impartir. Así las cosas, hay corrupción porque no se educa en valores y no se educa en valores porque no se alcanza un acuerdo educativo (que, en realidad, no interesa para que los beneficiados en las circunstancias actuales continúen beneficiándose).
La situación es la de sálvese quien pueda. Apenas hay referentes éticos. Los medios de comunicación han sido comprados por el gran capital y el cuarto poder ha desaparecido para convertirse en un botafumeiro que alaba sin cesar a sus dueños. La Iglesia ni está ni se la espera. Los obispos se mueven básicamente dentro del buenismo insustancial y ni se les pasa por la cabeza adoptar actitudes proféticas (“la iglesia no entra en política”). No es de extrañar que la prescindencia de Dios y de la Iglesia entre las nuevas generaciones sea tan alta.
¿Cómo se sale entonces de este callejón? Buena pregunta.
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