«A mi hijo lo citaron como testigo, lo estuvieron interrogando más de dos
horas y al final lo condenaron como culpable». De esto podrían haberse quejado
los padres del ciego de nacimiento, en voz baja, por miedo a los fariseos. Pero
sería erróneo limitarse a la queja de los padres, porque el ciego terminó muy
contento.
Una discusión absurda
Todo empezó por una discusión absurda entre los discípulos cuando se cruzaron
con el ciego: ¿quién tenía la culpa de su ceguera?, ¿él o sus padres? Si
hubieran leído al profeta Ezequiel, sabrían que nadie paga por la culpa de sus
padres. Y si supieran que el ciego lo era de nacimiento, no podrían haberlo
culpado a él. Jesús zanja rápido el problema: ni él ni sus padres. Su ceguera
servirá para poner de manifiesto la acción de Dios y que Jesús es la luz del
mundo.
Una forma extraña de curar
En el evangelio de Juan, igual que en los Sinópticos, la palabra de Jesús es
poderosa. Lo demostrará poco más tarde resucitando a Lázaro con la simple orden:
«sal fuera». Sin embargo, para curar al ciego adopta un método muy distinto y
complicado. Forma barro con la saliva, le unta los ojos y lo envía a la piscina
de Siloé. Un volteriano podría decir que no cabe más mala idea: le tapa los ojos
con barro para que vea menos todavía, y lo manda cuesta abajo; más que curarse
podría matarse.
¿Qué pretende enseñarnos el evangelista? No es fácil saberlo. San Ireneo, en
el siglo II, fijándose en la primera parte, relacionaba el barro con la creación
de Adán: Dios crea al primer hombre y Jesús crea a un cristiano; pero esto no
explica el uso de la saliva ni el envío a la piscina de Siloé. San Agustín,
fijándose en el final, relacionaba el lavarse en la piscina con el bautismo;
tampoco esto explica todos los detalles.
Una cosa al menos queda clara: la obediencia del ciego. No entiende lo que
hace Jesús, pero cumple de inmediato la orden que le da. No se comporta como el
sirio Naamán, que se rebeló contra la orden de Eliseo de lavarse siete veces en
el río Jordán. Como Abrahán, por la fe sale de su mundo conocido para marchar
hacia un mundo nuevo.
Un anacronismo intencionado
La antítesis del ciego la representan los fariseos. El evangelista deforma la
realidad histórica para acomodarla a la situación de su tiempo. En la época de
Jesús los fariseos no podían expulsar de la sinagoga; ese poder lo consiguieron
después de la caída de Jerusalén en manos de los romanos (año 70), cuando el
sacerdocio perdió fuerza y ellos se hicieron con la autoridad religiosa. A
finales del siglo I, bastante después de la muerte de Jesús, es cuando
comenzaron a enfrentarse decididamente a los cristianos, acusándolos de herejes
y expulsándolos de la sinagoga.
El miedo y la osadía
El relato de Juan refleja muy bien, a través de los padres del ciego, el
pánico que sentían muchos judíos piadosos a ser declarados herejes,
impidiéndoles hacerse cristianos.
El hijo, en cambio, se muestra cada vez más osado. Tras la curación se forma
de Jesús la misma idea que la samaritana: «es un profeta»; porque el profeta no
es sólo el que sabe cosas ocultas, sino también el que realiza prodigios
sorprendentes. Ante la acusación de que es un pecador, no lo defiende con
argumentos teológicos sino de orden práctico: «Si es un pecador, no lo sé; sólo
sé que yo era ciego y ahora veo.» Luego no teme recurrir a la ironía, cuando
pregunta a los fariseos si también ellos quieren hacerse discípulos de Jesús. Y
termina haciendo una apasionada defensa de Jesús: «si éste no viniera de Dios,
no tendría ningún poder».
La verdadera visión y la verdadera luz
Hasta ahora, el ciego sólo sabe que la persona que lo ha curado se llama
Jesús. Lo considera un profeta, está convencido de que no es un pecador y de que
debe venir de Dios. El ciego ha empezado a ver. Pero la verdadera visión la
adquiere en la última escena, cuando se encuentra de nuevo con Jesús, cree en él
y se postra a sus pies. Lo importante no es ver personas, árboles, nubes, muros,
casas, el sol y la luna… La verdadera visión consiste en descubrir a Jesús y
creer en él. Y para ello es preciso que Jesús, luz del mundo, ilumine al ciego
poniéndose delante, proyectando una luz intensa, que deslumbra y oculta los
demás objetos, para que toda la atención se centre en ella, en Jesús.
No hay peor ciego que quien no quiere ver
Los fariseos representan el polo opuesto. Para ellos, el único enviado de
Dios es Moisés. Con respecto a Jesús, a lo sumo podrían considerarlo un
israelita piadoso, incluso un buen maestro, si observa estrictamente la Ley de
Moisés. Pero está claro que a él no le importa la Ley, ni siquiera un precepto
tan santo como el del sábado. Además, nadie sabe de dónde viene. Resuena aquí un
tema típico del cuarto evangelio: ¿de dónde viene Jesús? Pregunta ambigua,
porque no se refiere a un lugar físico (Nazaret, de donde no puede salir nada
bueno, según Natanael; Belén, de donde algunos esperan al Mesías) sino a Dios.
Jesús es el enviado de Dios, el que ha salido de Dios. Y esto los fariseos no
pueden aceptarlo. Por eso lo consideran un pecador, aunque realice un signo
sorprendente. Dios no puede salirse de los estrictos cánones que ellos le
imponen. Ellos tienen la luz, están convencidos de que ven lo correcto. Y este
convencimiento, como les dice Jesús al final, hace que permanezcan en su
pecado.
La samaritana y el ciego
Hay un gran parecido entre estas dos historias tan distintas del evangelio de
Juan. En ambas, el protagonista va descubriendo cada vez más la persona de
Jesús. Y en ambos casos el descubrimiento les lleva a la acción. La samaritana
difunde la noticia en su pueblo. El ciego, entre sus conocidos y, sobre todo,
ante los fariseos. En este caso, no se trata de una propagación serena y alegre
de la fe sino de una defensa apasionada frente a quienes acusan a Jesús de
pecador por no observar el sábado.
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