Amiga,
amigo: quiero invitarte a meditar. Tal vez te suene a orientalismo
barato o a moda superficial o a fraude espiritual cuando no económico.
De todo hay, y no poco, pero la meditación es otra cosa, y es algo
vital. Te invito a practicarla cada día, pues todos los días necesitamos
vivir y respirar. Para vivir y respirar, nada mejor que estar
plenamente allí donde estamos, justo en el medio, en el centro mismo de
lo que somos, y medirlo todo en su justa medida. Eso es meditar, ni más
ni menos, y sería la mejor medicina para nuestros peores males.
La misma palabra nos guía, como sucede
casi siempre. “Meditar” viene de la antigua raíz indoeuropea med-, del
que provienen el sánscrito madha (“sabiduría”) y el griego médomai
(“conocer, pensar, meditar”, pero también “cuidar, curar, poner
remedio”), y el latín medium (centro, medio) y médicus, medicina,
remedium, y el castellano medir. Meditar es sumergirnos en el centro
profundo de nuestro ser, que es el Corazón de todos los seres. Meditar
es centrarnos más allá de nuestro ser separado, descentrarnos en el
misterioso Medio y Fondo en el que todo es, en el que todos los seres
vivimos, nos movemos y somos, y allí volver a hallarnos en paz. Y hallar
así la medicina de mi ser, el remedio de las heridas abiertas por todas
mis cerrazones. Eso es meditar. Y no importa la forma.
Meditar no es pensar, reflexionar, cavilar. Por cierto, no nos
vendría nada mal dedicar cada día un rato a pensar y tener un criterio
razonado sobre las imágenes, slogans y discursos que nos inundan,
engañan y asfixian. Pero el pensamiento o la mente, que es uno de
nuestros recursos más útiles, puede convertirse fácilmente en la trampa
más peligrosa. Pues fácilmente sucede que la mente con sus pensamientos
nos separa de nuestro medio, nuestro centro, nuestro ser profundo
indemne, bueno y feliz. Y nos convence de que somos los recuerdos que
nos hieren, los miedos que albergamos y los proyectos que concebimos y
que acaban por agotarnos. Es bueno y necesario pensar, pero meditar no
es eso. Los pensamientos pueden ayudarte a meditar, pero solo a
condición de que te lleven más allá, a SER.
Meditar no es rezar, aunque una oración bella y sentida puede
ayudarte a meditar, a entrar en la secreta y universal bienaventuranza
de tu ser. ¿Qué otra cosa han hecho muchas gentes sencillas rezando el
rosario u “oyendo” la misa, simplemente dejándose llevar más allá de las
oraciones que recitaban o los sermones que escuchaban? La oración más
devota, el sermón más brillante o la idea más sublime acerca de “Dios”
pueden alejarte de Dios, impedirte ser en Dios o ser Dios, bondad
indemne, feliz y creadora, que ES lo que ERES. Puedes ser Lo que Eres.
Eso es meditar.
Meditar es entrar en el silencio, que es mucho más que callar. Entrar
en el silencio que es la vibración universal, el Espíritu creador, la
quietud activa, la paz profunda que todo lo habita y mueve. Meditar es
adentrarse, como Elías en el Horeb, en la brisa suave que es la
Presencia de Dios en todas las cosas.
Meditar es calmar y acallar la mente. Es mucho más que sentarse,
quedar quietos y callar, pero es muy bueno sentarse, quedarse quieto y
callar. Y liberarte de las ideas que te torturan, de tus angustias,
miedos y rencores. Y, libre de tus pensamientos, desapegado de tu ego,
simplemente atender, recoger toda tu atención en la misteriosa Presencia
Buena, el Presente que te envuelve y eres. Y mirarlo todo en su
simplicidad primera, con mirada compasiva.
Para ejercitar la simple y pura atención, puedes fijarla en tu
respiración, o en tu cuerpo, o en un mantra o una jaculatoria
cualquiera, o en una imagen que te inspira.
Meditar así cada día es la mejor medicina, y tú mismo lo podrás
comprobar, pero solo a condición de que no busques ningún resultado,
ningún remedio. A condición de que te recojas humildemente, simplemente,
como un niño en brazos de su madre.
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