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Los
Salmos constituyen una de las formas más elevadas de oración que ha
producido la humanidad. Millones y millones de personas, judíos,
cristianos y religiosos de todas las tradiciones, cada día recitan y
cantan salmos, especialmente los religiosos y religiosas y los curas en
el así llamado “oficio de las horas” diario.
No sabemos exactamente quienes son sus autores, pues recogen las
oraciones que circulaban en medio del pueblo. Seguramente muchos son de
David (siglo X a.C), considerado, por excelencia, el prototipo del
salmista. Fue pastor, guerrero, profeta, poeta, músico, rey y
profundamente religioso. Conquistó el Monte Sión dentro de Jerusalén y
allí, alrededor del Arca de la Alianza, organizó el culto e introdujo
los salmos.
Cuando se dice “salmo de David” la
mayoría de las veces significa “salmo al estilo de David”. Los salmos
surgieron en un intervalo de casi cuatro mil años, en los lugares de
culto y recitados por el pueblo, hasta ser recopilados en la época de
los Macabeos en el siglo II a.C. El salterio es un microcosmos
histórico, semejante a una catedral de la Edad Media, construida
durante siglos, por generaciones y generaciones, por miles de manos e
incorporando los cambios de estilo arquitectónico de las distintas
épocas. Así hay salmos que revelan distintas concepciones de Dios,
propias de una determinada época, como aquellos, extraños para nosotros,
que expresan el deseo de venganza y el juicio implacable de Dios.
Los salmos testimonian la más profunda convicción de que Dios, no
obstante habitar en una luz inaccesible, está en nuestro medio, morando
como en una tienda (shekinah). Podemos llegar a Él, mediante súplicas,
lamentaciones, alabanzas y acciones de gracias. Él está siempre
dispuesto a escuchar.
El lugar denso de su presencia es el Templo donde se cantan los
salmos. Pero como Creador del cielo y de la tierra, está igualmente en
todos los lugares, si bien ninguno pueda contenerlo.
Con razón decían los hebreos con orgullo: “nadie tiene un Dios tan
cercano como el nuestro”, Cercano a cada uno y en medio de su pueblo.
Los salmos revelan la conciencia de la proximidad divina y del amparo
consolador. Por eso hay en ellos intimidad personal sin caer en el
intimismo individualista. Hay oración colectiva sin excluir la
experiencia personal. Una dimensión refuerza a la otra, pues cada una es
verdadera: no hay personas sin el pueblo al que pertenecen y no hay
pueblo sin las personas libres que lo forman.
Al rezar los salmos, encontramos en ellos nuestra radiografía
espiritual, personal y colectiva. En ellos identificamos nuestros
estados de ánimo: desesperación y alegría, miedo y confianza, luto y
baile, deseo de venganza y deseo de perdón, interioridad y fascinación
por la grandeza del cielo estrellado. Bien lo expresó el reformador
Juan Calvino (1509-1564) en el prefacio de su grandioso comentario a los
salmos:
«Acostumbro a definir este libro como una anatomía de todas las
partes del alma, porque no hay sentimiento en el ser humano que no esté
ahí representado como en un espejo. Diría que el Espíritu Santo colocó
allí, a lo vivo, todos los dolores, todas las tristezas, todos los
temores, todas las dudas, todas las esperanzas, todas las
preocupaciones, todas las perplejidades hasta las emociones más confusas
que agitan habitualmente el espíritu humano».
Por el hecho de revelar nuestra autobiografía espiritual, los salmos
representan la palabra del ser humano a Dios y, al mismo tiempo, la
palabra de Dios al ser humano. El salterio ha servido siempre como libro
de consolación y fuente secreta de sentido, especialmente cuando
irrumpe en la humanidad el desamparo, la persecución, la injusticia y la
amenaza de muerte. El filósofo francés Henri Bergson (1859-1941) da
este insospechado testimonio: «De los centenares de libros que he leído
ninguno me ha dado tanta luz y consuelo como estos pocos versos del
salmo 23: “El Señor es mi pastor y nada me falta; aunque ande por un
valle tenebroso, ningún mal temeré, porque Tú estás conmigo”».
Un judío, por ejemplo, rodeado de hijos, era empujado hacia las
cámaras de gas en Auschwitz. Sabía que caminaba hacia la muerte y aún
así iba recitando en voz alta el salmo 23: “El Señor es mi pastor…
Aunque vaya por la sombra del valle de la muerte, ningún mal temeré
porque Tú estás conmigo”. La muerte no rompe la comunión con Dios. Es
paso, aunque doloroso, hacia el gran abrazo infinito de la paz eterna.
Por último, los salmos son poesías religiosas y místicas en su más
elevada expresión. Como toda poesía, recrean la realidad con metáforas e
imágenes sacadas del imaginario. Este obedece a una lógica propia,
diferente de aquella de la racionalidad. Por el imaginario,
transfiguramos situaciones y hechos detectando en ellos sentidos ocultos
y mensajes divinos. Por eso decimos que no sólo habitamos prosaicamente
el mundo, captando el sentido manifiesto de la rutina de los
acontecimientos. Habitamos también poéticamente el mundo, viendo el otro
lado de las cosas y otro mundo dentro del mundo de belleza y de
encanto.
Los salmos nos enseñan a habitar poéticamente la realidad. Entonces
ella se transmuta en un gran sacramento de Dios, llena de sabiduría, de
amonestaciones y de lecciones que hacen más seguro nuestro peregrinar
rumbo a la Fuente. Como bien dice el salmista: “En medio de peligros, me
conservas la vida… y estás hasta el fin a mi favor” (Salmo 138, 7-8).
Leonardo Boff es autor de El Señor es mi Pastor: consuelo divino para el desamparo humano, Sal Terrae 2007.
Traducción de Mª José Gavito Milano
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