Mucho
se viene hablando y escribiendo en estos días sobre la Iglesia vasca,
sobre el trato que recibieron los del clero allí al amparo de la
población y de su gobierno autonómico a partir del estallido de nuestra
guerra civil en 1936. Estos hechos no le han servido a la Conferencia
Episcopal Española para aceptar que los estallidos de violencia popular
contra el clero en aquellos días no pudo deberse al odio de las masas a
la fe en Cristo para que aplicando la doctrina califiquemos de
“martirio cristiano” el horror de tales acontecimientos. No, sin antes
verlo más a fondo.
Al parecer tampoco se ha reparado en el otro hecho de que los
combatientes vascos, por ejemplo destinados en Cataluña, gozaban de la
mayor consideración y respeto por su adhesión a la legitimidad
republicana y no se conoce que fueran molestados o impedidos, al acudir
al cumplimiento de sus deberes religiosos, en las ceremonias oficiadas
por sus sacerdotes.
Quisiéramos ahora llamar la atención sobre lo acontecido a otros
colectivos, aunque en esta ocasión me ceñiré a la comunidad protestante,
que sufrió una desigual suerte en la zona leal a España y allá, por
otro parte, donde triunfó la rebelión militar.
Mientras que en la República los protestantes españoles tuvieron
aseguradas sus vidas, sus bienes y el ejercicio de sus actividades
religiosas, y fueron respetados por quienes se defendían del cruel
ataque, por el contrario, en las zonas controladas por los rebeldes
sufrían los peores de los tratamientos.
Dado nuestro habitual modo de ser españoles, en ignorar lo que no es
de nuestro interés, nos vemos en la obligación de informar de quiénes y
cuántos eran, de dónde procedían y hasta qué hacían en nuestro suelo
patrio cuando estalló el conflicto.
El protestantismo iniciado por Martín Lutero, el monje benedictino
alemán de comienzos del siglo XVI también prendió en España igual que en
el resto de Europa. Lo hizo en gran número de humanistas y en algunos
círculos ilustrados del clero. Pero la reacción en contra contó con
nuestra proverbial intolerancia, el Tribunal de la Santa Inquisición, y
unas órdenes religiosas muy dadas a la Contra-reforma, como los
jesuitas. Los emperadores, o reyes españoles, según se mire, se habían
erigido en defensores de la fe católica y baluartes del romano
pontífice.
Los procesos inquisitoriales que no se resolvían con la pena de
muerte, acababan casi siempre en destierro cuando se trataba del
Luteranismo. Pero este siglo, y los siglos XVII y XVIII, aportaron,
además de insignes individualidades, casi nunca reconocidas, una
valiosa obra textual, siendo las más notorias las traducciones al
Castellano de la Biblia.
Hubo versiones en Euskera. No podemos documentar aquí por falta de
datos cuándo se pudieron realizar traducciones al Catalán y a las otras
lenguas de la península.
El siglo XIX fue también particularmente difícil, aunque más
esperanzador para el Protestantismo español, porque España no podía
aislarse tan completamente de alguna influencia europea, la Ilustración y
demás. Así también de las guerras continentales. Las guerras
napoleónicas tuvieron aquí sus escenarios, con la presencia de ejércitos
de toda Europa dirigidos por franceses e ingleses. La Guerra de
Independencia decidió el futuro de Europa condicionando también nuestro
futuro. La revolución liberal burguesa llegó tarde y a plazos
evidenciando todavía más nuestra decadencia, reteniendo el poder en el
Rey y la aristocracia, dando más vida y robusteciendo la Institución
Eclesiástica. Retrasando todavía más el despertar social de la
conciencia individual.
Mientras, los protestantes, sufriendo siempre la marginación de los
siglos precedentes experimentaron los primeros brotes de
institucionalización con la creación de algunas comunidades de
creyentes, la presencia y el trabajo de misioneros españoles y
extranjeros, y con una cierta tolerancia en los períodos liberales que
ofrecían oportunidades de asentamiento, aunque ocultos siempre de las
autoridades religiosas. A la palabra hablada y el contacto personal se
unía ahora el abaratamiento y disponibilidad de los textos impresos en
las lenguas vernáculas, biblias y nuevos testamentos.
Está documentada la existencia de una iglesia evangélica en Cádiz en
1938, quizás la primera, por cuanto su pastor fue expulsado de España,
por aquellas fechas, manteniendo contacto epistolar con su feligresía.
Todas las constituciones españolas en ese siglo serían redactadas con
el mismo tenor de la de 1812 en cuanto a lo que se refiere a la Iglesia
Católica:
Art. 12 – La religión de la nación española es y será perpetuamente,
la Católica, Apostólica y Romana, única verdadera. La nación la protege
por leyes sabias y justas, y prohíbe el ejercicio de cualquier otra.
Y el clero en todo momento fue guardián de los mandatos
constitucionales por lo que se refiere a los protestantes, celosos
entonces de la fe católica cuando alguna ley u ordenanza les podía
proteger.
La revolución de 1868, en los pocos años que duró, favoreció a los
protestantes españoles estableciendo la libertad de culto, que se
traducía en la práctica en un poco de más tolerancia,
Se calcula que a finales de siglo hubiere en España más de diez mil
fieles protestantes diseminados en pequeñas comunidades estables, aunque
no siempre visibles por la presión social y del clero.
Los protestante españoles se caracterizaban por su estilo de vida que
decía regirse por unos principios conformes a la Ley de Dios,
explicitados en la Biblia, y por el testimonio de sus conciencias, fruto
del mandato de Cristo.
Aceptaron de buen grado la llegada de la II República Española. En
1932 ya eran unos 22.000 fieles y experimentaban un fuerte crecimiento,
ayudados también por la nueva conformación urbana, y el acceso a la
instrucción y a la cultura de personas con una nueva mentalidad
republicana. Disponían de iglesias, escuelas, periódicos, editoriales,
hospitales, hogares de ancianos y orfanatos. Estaban arraigados
principalmente en Andalucía, Madrid, Cataluña, Baleares, Galicia. Cuando
llegamos al año 36 mantenían en sus aulas a cerca de 7.000 niños y
niñas
Cuando se produjo el golpe militar del 18 de julio, se respetaron las
personas y los bienes de los protestantes. Estos nos hace pensar que
siendo los protestantes españoles también cristianos como los católicos,
les pasó igual que con la Iglesia en la Comunidad Vasca, y desmiente
por la vía de los hechos que la persecución y el furor contra la Iglesia
Católica estuvieran motivados por el odio religioso.
Sin embargo, donde triunfó el golpe y a medida que se iba extendiendo
la guerra en el bando rebelde, los lugares de culto fueron asaltados,
incautados, retenidos o destruidos. Terminada la guerra sólo quedan tres
iglesias, una en Sabadell, otra en Madrid y otra en Sevilla. En
Castilla de las ocho existentes, luego sólo fueron devueltas dos.
Los pastores sufrieron el exilio, fusilamientos o penas de cárcel. Se
han documentado fusilamientos de pastores en Andalucía, Zaragoza, La
Rioja, Mallorca y Zamora.
Terminada la contienda, apenas sobrevivieron unos seis mil
protestantes, ocultos para poder vivir su fe de forma clandestina,
sufriendo la presión social y sin más esperanza que el crecimiento
vegetativo, ante la tiranía de las conciencias establecida por la
Iglesia Española y ejecutada por el poder político. Tendríamos que
hablar en alguna ocasión de los protestantes en la España de la
dictadura, y de cómo sobrevivieron pero este tema se aparta de nuestro
actual cometido.
Constatamos el hecho de que el “odio de religión”, también fue
practicado por el bando de los vencedores, por lo que su exaltación
particular de la Memoria Histórica, nos resulta particularmente sesgada,
ajena a la verdad, y muy oportunista para el momento histórico, la
coyuntura social y política, que estamos viviendo en España.
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