Cuchillas
en la valla de Melilla. La sucesión de las palabras es cacofónica, y la
sucesión de los hechos, espeluznante. Se nos traban las letras en la
lengua, pero deberíamos repetirlas hasta que se nos claven y duelan en
el alma. Hasta que nos duelan como duelen a los inmigrantes africanos
las frías, ardientes, crueles cuchillas de la valla de Mellila.
No las llaman cuchillas, sino
concertinas, que suena mejor. Pero cortan igual. Una alambrada de púas
enzarzada de cuchillas, para que no falte nada, para que se desgarren y
se desangren hasta la última gota quienes intenten pasar.
“¡Vergogna!”, deberíamos exclamar, como exclamó el papa Francisco
ante la playa de Lampedusa llena de cadáveres africanos. “¡Vergüenza!”,
debían haber exclamado todos a una los obispos en la Asamblea Plenaria
de la Conferencia Episcopal reunida en los días pasados. “¡Vergüenza!”, debió haber gritado al Gobierno español Rouco Varela en su discurso de despedida,
en lugar de reclamar al Estado el cumplimiento del Concordato con el
Vaticano, la reforma de la ley del matrimonio de gais y lesbianas y la
sacrosanta unidad de la nación española. “La valla de Melilla es
inhumana”, dijo en cambio Gil Tamayo, el nuevo portavoz de los obispos, y
reconocimos de nuevo la voz del Evangelio. Sí, esa valla es inhumana.
África es el espejo de Europa y el espejo del mundo,
de su inhumanidad. Lo que hacemos con África, eso somos, pues allí
nacimos, de allí venimos. Sí, todos los seres humanos de hoy somos hijos
e hijas de inmigrantes africanos. En África nació el género Homo hace
2,5 millones de años, y emigró a Europa hace un millón de años. Lo mismo
el Homo Sapiens, nuestra especie actual: nació en África hace 200.000
años y emigró a Europa hace 40.000 años. El camino no debió de ser
fácil, pero nunca se encontraron con aduanas ni con vallas de cuchillas.
Todos nacimos negros. Luego cambiamos de color para poder sobrevivir,
pues la piel clara facilita la síntesis de la vitamina D a partir de la
luz solar –más escasa lejos del
trópico–, y la vitamina D ayuda al cuerpo a absorber el calcio. Pero
parece que la piel blanca es más propensa al cáncer de piel. No quiero
ni pensar que también nos exponga más al cáncer del alma. En cualquier
caso, en la piel negra del África nos hemos de mirar. Es nuestra piel.
“Lo que hicisteis a uno de estos mis hermanos negros a mí me lo
hicisteis”, nos diría Jesús, que también fue moreno de piel.
Querida Europa nuestra, admirable por tantos motivos, mírate: playas
cubiertas de cadáveres, arenas del desierto llenas de niños y mujeres
muertas de sed, alambradas de púas y cuchillas con cuerpos desangrados
que cuelgan. He ahí tu espejo. He ahí nuestra civilización: Liberté,
Égalité, Fraternité, Democracia, Derechos Humanos,
ciudadanía, tanta ciudadanía. Y tanta tradición cristiana. Europa,
¿qué has hecho de tu alma? ¿Perdiste acaso la sabiduría del Sapiens
cuando mudaste el color de tu piel?
¿Discurso demasiado demagógico? Sí, tal vez.
Sé que la inmigración es un problema complejo. Pero nunca lo podremos
resolver de esta manera. Nunca lo podremos resolver mientras olvidemos
que todos somos hijos de inmigrantes. Y mientras no tengamos viva la
memoria de nuestra historia, bien reciente aún, bien presente todavía,
de cómo hemos invadido y saqueado países, continentes enteros, y lo
seguimos haciendo, sobre todo en África. Y mientras, por poner un
ejemplo, el Gobierno español no recuerde que 400.000 españoles han
salido del país desde el año 2008… en calidad de emigrantes. La
inmigración es un problema complejo, pero nunca lo resolveremos mientras
no sintamos en nuestras carnes el dolor de las cuchillas.
Serán inútiles todas las aduanas y vallas. Lo seguirán intentando,
porque lo mismo les da morir de hambre en sus países, ahogados en el mar
o desangrados en una valla de cuchillas. Y desde el fondo oscuro de la
tierra, de las aguas azules del mar Mediterráneo, de las arenas doradas
del Sahara, desde la valla de cuchillas de Melilla, la voz de Dios nos
seguirá gritando: “Caín, Caín, ¿dónde está tu hermano?”.
Publicado en el DIARIO DEIA
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