La “mayoría silenciosa” se ha convertido en una categoría central de
la política española actual. En manos del Gobierno, es el arma
arrojadiza contra cualquier movilización que cuestione sus políticas. Los que
protestan –contra los recortes, contra las privatizaciones, exigiendo
mayor democracia– son siempre una minoría. Ruidosa, extremista,
invariablemente manipulada. La “mayoría silenciosa”, en cambio, sería la
expresión ontológica de una sociedad civilizada. La que se queda en
casa, la que soporta estoicamente los ajustes y las exhibiciones de
impunidad de los que mandan.
El problema se produce cuando las
minorías ruidosas comienzan a crecer. O cuando amenazan con votar como
no deberían. En esos casos, la “mayoría silenciosa”, o mejor,
“silenciada”, ya no es un concepto descriptivo. Es algo que conviene
crear. Aparatosamente, a través de una mayor represión directa. O de
manera sutil, a través de medidas que neutralicen o desgasten a quienes
se resisten a entrar en razón y que dificulten el control judicial. El
anuncio del Ministro del Interior Jorge Fernández Díaz de una reforma de
la Ley de Seguridad Ciudadana debe entenderse dentro de esta última estrategia.
Escarmentado por las
movilizaciones anti-ajuste contra el PSOE y por el crecimiento del
soberanismo en Cataluña, la idea de estrechar el cerco contra la
protesta social ha estado presente
desde un primer momento en los planes del Partido Popular. El propio
Ministro Fernández Díaz ha acompañado cada movilización contra su
Gobierno con un anuncio de restricción de libertades y de endurecimiento
del marco de sanciones existentes. A menudo, estos anuncios han sido
tratados como globos sondas, como una suerte de provocación destinada a
quedar en nada o en muy poco. Lo cierto, sin embargo, es que han
producido cambios concretos en el marco normativo y han dado cobertura a
actuaciones policiales que hubieran resultado intolerables unos años
antes.
a) Crear una mayoría silenciada (I): endurecer el Código Penal.
Ya en ocasión de la primera huelga general contra el Gobierno Rajoy,
Fernández Díaz denunció un “salto cualitativo” en los hechos de
violencias registrados durante las protestas. Esta supuesta “emergencia”
era totalmente infundada a la luz de los hechos reales. Sin embargo, le
permitió anunciar una reforma del Código Penal que asimilara la llamada
“violencia callejera” a conductas terroristas o proto-terroristas.
Fernández Díaz también aprovechó la coyuntura para enviar
otros mensajes de dureza. Sugirió que asociaciones, partidos y
sindicatos respondieran penalmente en aquéllos casos en que algunos de
sus afiliados, partícipes en las manifestaciones convocadas, cometieran
hechos delictivos. Y pidió lo mismo, en el ámbito civil, para padres y
tutores cuyos hijos menores de edad pudieran haber causado daños durante
una manifestación.
Muchas de estas medidas fueron descalificadas como un simple
exabrupto pour la galerie. Empero, inspiraron buena parte la propuesta
de reforma del Código Penal anunciada en ese mismo año por el ministro
de Justicia, Alberto Ruiz-Gallardón. El Anteproyecto de Gallarón
perseguía varios objetivos simultáneos. Por un lado, contemplaba nuevos
delitos y endurecía penas y multas que podían afectar las ocupaciones
pacíficas y reivindicativas de entidades bancarias u organismos
públicos, los bloqueos simbólicos de transportes públicos o el
ciberactivismo en las redes sociales. Por otra parte, ampliaba el
alcance de delitos ya existentes como el de desórdenes públicos y abría
las puertas a la criminalización de la resistencia pasiva, como había
pedido Fernández Díaz [1]. Finalmente, establecía la desaparición de las
faltas, que pasaban a convertirse, bien en delitos leves, bien en
infracciones administrativas. Esta última medida distaba de ser una
expresión del principio de intervención mínima. Muchas actuaciones hasta
entonces constitutivas de faltas, en realidad, recibieron un
tratamiento penal más duro. Con ello, actuaciones de desobediencia
protagonizadas por el 15-M, los Yayoflautas, la Plataforma de Afectados
por las Hipotecas (PAH) o el Sindicato Andaluz de Trabajadores corrían
el riesgo de recibir abultadas sanciones económicas o de acabar en el
banquillo de los acusados, en un juicio penal por delito.
b) Crear una mayoría silenciada (II): reforzar la impunidad policial
Otra de las vías de actuación del Gobierno para “silenciar” a las
“minorías ruidosas” sería la ampliación de los márgenes para la
represión policial de la protesta. En 2013, la Comisión Legal de la
Acampada del 15-M de Sol, de hecho, denunció que en tres años 329
personas habían sido detenidas (y a veces lesionadas) en el transcurso
de manifestaciones pacíficas. Estos abusos policiales no merecieron,
casi nunca, la apertura de un expediente sancionador. Por el contrario, a
menudo contaron con un aval, implícito al menos, de los mandos
políticos y policiales. El crédito casi ilimitado dado a los agentes en
relación con las víctimas y otros testigos permitiría ampliar las vías
represivas de alta y baja intensidad. En poco tiempo, aumentaron los
maltratos y las detenciones arbitrarias, se impusieron multas
desorbitadas, se abrieron páginas electrónicas para denunciar a
sospechosos de “vandalismo” en las manifestaciones y se autorizó la
grabación de manifestantes, incluso en aquellos casos en los que no
estuvieran cometiendo ilícito alguno.
La generalización de estas prácticas contrastaría con la impunidad
concedida a los cuerpos policiales. Esto se pudo ver claramente con
motivo de la detención, tras una brutal carga policial, de varias
personas en la manifestación del 25 de septiembre de 2012, en protesta
por la recién aprobada reforma laboral. Al llegar a la comisaría de
Moratalaz los abogados de los detenidos se toparon con un grupo de
encapuchados que, a la postre, resultaron ser agentes de la Policía
Nacional. A pesar de la queja de los letrados, Fernández Díaz no tuvo
empacho en defender los interrogatorios. Es más, tras la difusión de
imágenes de policías encapuchados infiltrados en la manifestación, el
ministro sostuvo que el ordenamiento jurídico “debe y va a ser capaz” de
hallar mecanismos para que el respeto a la libertad de expresión “no
sirva nunca de parapeto” para atentar contra el honor de los policías.
La nueva reforma de la Ley de Seguridad Ciudadana concreta esta
aspiración. No en vano, su diseño ha sido encomendado a un inspector
vinculado a las unidades antidisturbios del Cuerpo Nacional de Policía.
Tampoco es casual que uno de sus responsables políticos haya sido el
Secretario de Estado de Seguridad, Francisco Martínez, uno de los pocos
miembros del Gobierno que ha defendido sin ambages la utilización de
cuchillas “anti-migrantes” en las vallas de Ceuta y Melilla.
c) Crear una mayoría silenciada (III): asfixiar económicamente a los que protestan.
A juzgar por los anuncios realizados por Fernández Díaz, la reforma
de la Ley de Seguridad Ciudadana será un complemento perfecto del resto
de medidas represivas adoptadas en estos últimos años. De aprobarse,
permitiría aumentar sensiblemente el número de infracciones
administrativas previstas en la ley actual: de 39 a 55. El repertorio de
conductas sancionables se ampliaría de manera notable: escraches,
disolución de manifestaciones con vehículos (como las realizadas en
Cataluña contra los peajes), quema de contenedores, protestas frente a
instituciones como el Congreso de los Diputados, grabaciones o
difusiones de imágenes de agentes de las fuerzas de seguridad en el
ejercicio de sus funciones. Las sanciones por estas conductas también se
incrementarían, pudiendo llegar en algunos casos a multas de entre
30.001 y 600.000 euros.
Como salta a la vista, ninguna de las infracciones contempladas
obedece a la imaginación del Ministerio del Interior. Todas están
vinculadas a acciones de protesta que se han producido recientemente. La
filosofía de fondo de la propuesta no carece de lógica: el Gobierno
piensa que una multa cuantiosa puede contribuir a configurar su soñada
“mayoría silenciosa” con igual o mayor eficacia que una carga policial,
que unos días de encierro o que un par de golpes en una furgoneta o en
una comisaría.
Hace tiempo, en realidad, que la utilización de las multas y de la
llamada “buro-represión” ocupa un lugar central en las estrategias más
sutiles de desgaste y de neutralización de la protesta social [2]. Tras
la aparición del 15-M, de hecho, se hizo frecuente que las autoridades
echaran mano de la Ley de Seguridad Ciudadana de 1992 para multar a
quienes protestaban contra las políticas gubernamentales. Este régimen
sancionatorio ya resultaba cuestionable en el momento de su aprobación.
Pero ha devenido aún más arbitrario en los últimos años. Infracciones
leves, como negarse a facilitar el DNI, desobedecer ciertos mandatos de
la autoridad u originar desórdenes en los espacios públicos, han
acarreado multas de hasta 300 euros. En cambio, infracciones
consideradas graves como celebrar reuniones en lugares de tránsito
público o manifestaciones que no se hayan comunicado a la autoridad
gubernativa, han supuesto multas de entre 300 y 30.000 euros. Y si se
trata, por fin, de infracciones muy graves, en las que se ha alterado el
funcionamiento de servicios públicos o los transportes, pueden llegar a
600.000 euros.
Manifestantes aislados o activistas pertenecientes a movimientos como
el 15-M, el Sindicato Andaluz de Trabajadores o la PAH han sido
sancionados con multas cuantiosas que pueden tener un efecto
desmovilizador mayor incluso que las simples detenciones. Además de
engrosar las arcas de las Delegaciones de Gobierno, estas multas han
obligado a los movimientos a desviar sus escasos recursos a tareas que
no siempre tienen que ver con sus exigencias inmediatas y a convocar
constantes actos de solidaridad para afrontar las sanciones.
La propuesta de Ley de Seguridad Ciudadana viene así a complementar
la estrategia represiva diseñada con la reforma del Código Penal. El
intento de Interior por llevar a la Audiencia Nacional las protestas
ante el Congreso, o el escrache a la vicepresidenta del Gobierno, Soraya
Sáenz de Santamaría, a un juzgado de Madrid, se saldó con un rotundo
fracaso. Los jueces que entendieron en estas causas emitieron duros
autos duros autos contra la actuación policial y primaron la libertad de
expresión de los ciudadanos. Las sanciones administrativas, en cambio,
alcanzarán a muchas más personas y podrán ser impuestas directamente por
las Delegaciones de Gobierno, sin control judicial previo. Para obtener
una revisión en sede jurisdiccional, de hecho, habrá que recurrir a la
vía contencioso-administrativa y pagar unas tasas judiciales que, tras
la reforma Gallardón, se han tornado especialmente abusivas.
d) El silencio del miedo y sus límites
Como bien han sostenido los abogados del Colectivo de Juristas
andaluz 17 de marzo, la propuesta de reforma de Fernández Díaz es una
suerte de reedición de la Ley de Vagos y Maleantes aprobada en los años
30 del siglo pasado y ampliada durante el franquismo. Además de reforzar
la impunidad policial, su objetivo es claro: complementar la
profundización del ajuste social con un nuevo ajuste penal. O mejor, con
un ajuste penal administrativo, menos garantista pero tan o más eficaz
que este último.
Esta combinación entre represión dura y blanda no tiene otro
propósito que infundir miedo y convertir a la supuesta minoría ruidosa
que desafía al Gobierno en una mayoría silenciada y obediente. Es
posible que sus impulsores se salgan con la suya. Pero también podría
ocurrir lo contrario. Al amenazar con sanciones económicas elevadas a
quienes han perdido su trabajo y su casa, a quienes ya están endeudados o
se han visto condenados a una precariedad insoportable, el Gobierno
juega con fuego. No solo porque difícilmente le servirá para detener a
quienes tienen poco o nada que perder, sino porque entre esos sectores
hay mucha gente, cada vez más, que le dio su voto en las últimas
elecciones. Negar esa realidad es de necios. Y si el Gobierno insiste en
hacerlo, si insiste en imponer por la fuerza el silencio y la
resignación, al tiempo que airea su propia impunidad, bien podría
ocurrir que el ruido de la indignación, más temprano que tarde, acabe
por romperle los tímpanos.
Notas [1] La idea de que la resistencia pacífica y pasiva fuera
considerada un delito también había sido defendida en otros ámbitos. Un
comisario antidisturbios de la policía catalana, de hecho, llegó a
declarar sin disimulo en un programa de Salvados, en la cadena Sexta,
que “la resistencia pacífica es violencia” y que si “Ghandi hubiera
estado en [la ocupación] de plaza Catalunya” durante el años 2011
debería haber sido detenido [2] Sobre esta noción, vid. Pedro Oliver
Olmo (coord.) Burorrepresión. Sanción administrativa y control social,
Bomarzo, Albacete, 2013.
Gerardo Pisarello es miembro del Consejo de Redacción de Sin Permiso.
Jaume Asens es miembro de la Comisión de Defensa del Colegio de
Abogados de Barcelona. Ambos son miembros del Observatorio DESC.
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