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lunes, 7 de octubre de 2013

Hoy Lampedusa es Europa entera Padre Ángel, presidente y fundador de Mensajeros de la Paz


Cientos de ataúdes, algunos blancos, muy muy pequeños
Que éstos sean los últimos peregrinos de la miseria, que éstas sean las últimas víctimas de la injusticia
En las aguas turquesas de la isla de Lampedusa todavía quedan varios cientos de náufragos que nunca saldrán del agua. Esta mañana desde el muelle del puerto no me pareció ver ningún temporal. Si hubiesen sido turistas de un crucero de lujo quizá aún los estarían buscando.

Los cuerpos de los que no se pudieron salvar en ese amanecer trágico del jueves pasado llenan hoy ciento y pico ataúdes cerrados que forman tres filas en esa morgue improvisada instalada en un hangar del aeropuerto, velados y custodiados por militares y policías, que de estar vivos quizá les hubieran pedido la documentación en cualquier calle de cualquier ciudad española, alemana o francesa. Pero están muertos, en féretros sin cruz, ni media luna, ni estrella de David; sólo con un número: 24, 18, 117…
Entre ellos brillaban, como cuatro diamantes, cuatro ataúdes blancos, muy muy pequeños. Estremecido bendigo esos cuerpos que descansarán para siempre sin nombre, lejos de los suyos en un sitio aún por determinar, porque aquí ya no caben más.
Cientos, miles de familias del Magreb, de los países árabes de la costa mediterránea o del África subsahariana nunca sabrán qué fue de aquel hermano o de aquella hija que un día se fue del campamento o de la aldea huyendo de todo menos de la vida. Quizá esas familias también sueñen que ellos alcanzaron el bienestar, una casa bonita, una salud asegurada y una educación para sus hijos.
También he visitado lo que aquí llaman «centro de acogida», aunque la palabra justa es la de internamiento. Un lugar de unas trescientas plazas donde hoy viven más de mil personas de todos los colores, de todos los credos, y de todas las lenguas. La alcaldesa de Lampedusa, aquella que con palabras valientes retó al presidente de la República y al de la Unión Europea invitándoles a contar con ella los muertos, me confiesa con humildad, con dolor, que no puede proporcionar a toda esa gente una estancia ni siquiera digna. El lugar no reúne condiciones, no tiene medios, sabe que incluso está poniendo en riesgo la vida de los que con tanta solidaridad sus ciudadanos han salvado.
Después de abrazarles, de rezar con ellos y por ellos en silencio, después de encomendarme y encomendarles a Dios me toca denunciar, clamar a los cuatro vientos que esto no puede continuar, que esto nunca vuelva a repetirse. Los muertos y los supervivientes de Lampedusa son los mismos que llegan a las playas de Cádiz o Canarias. Son sólo la punta del iceberg que apenas toca el caso de este indigno trasatlántico en que se ha convertido la civilización.
Hoy Lampedusa es Europa entera. Y sus inmigrantes ilegales son igualmente nuestros, porque nuestra, de todo el mundo desarrollado, es la vergüenza, la que en boca de este bendito Papa ha dado la vuelta la mundo.
Los gobernantes no pueden seguir defendiendo el euro y olvidarse de la gente; no cabe más normativa sobre la caducidad de los yogures cuando media humanidad muere por falta de agua potable. Digámosles que nos negamos a aceptar que el bienestar que disfrutamos se base en la explotación de nuestros semejantes, porque sabemos que un mundo mejor es posible, porque hay recursos, medios y adelantos para todos; no sólo para unos pocos.

Pido a Dios que éstos sean los últimos peregrinos de la miseria, que éstas sean las últimas víctimas de la injusticia.

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