Cientos de ataúdes, algunos blancos, muy muy pequeños
Que éstos sean los últimos peregrinos de la miseria, que éstas sean las últimas víctimas de la injusticia
En las aguas turquesas de la isla de Lampedusa todavía quedan varios
cientos de náufragos que nunca saldrán del agua. Esta mañana desde el
muelle del puerto no me pareció ver ningún temporal. Si hubiesen sido turistas de un crucero de lujo quizá aún los estarían buscando.
Los cuerpos de los que no se pudieron
salvar en ese amanecer trágico del jueves pasado llenan hoy ciento y
pico ataúdes cerrados que forman tres filas en esa morgue improvisada
instalada en un hangar del aeropuerto, velados y custodiados por
militares y policías, que de estar vivos quizá les hubieran pedido la
documentación en cualquier calle de cualquier ciudad española, alemana o
francesa. Pero están muertos, en féretros sin cruz, ni media luna, ni estrella de David; sólo con un número: 24, 18, 117…
Entre ellos brillaban, como cuatro diamantes, cuatro ataúdes blancos,
muy muy pequeños. Estremecido bendigo esos cuerpos que descansarán para
siempre sin nombre, lejos de los suyos en un sitio aún por determinar,
porque aquí ya no caben más.
Cientos, miles de familias del Magreb, de los países árabes de la
costa mediterránea o del África subsahariana nunca sabrán qué fue de
aquel hermano o de aquella hija que un día se fue del campamento o de la
aldea huyendo de todo menos de la vida. Quizá esas familias también
sueñen que ellos alcanzaron el bienestar, una casa bonita, una salud asegurada y una educación para sus hijos.
También he visitado lo que aquí llaman «centro de acogida», aunque la
palabra justa es la de internamiento. Un lugar de unas trescientas
plazas donde hoy viven más de mil personas de todos los colores, de
todos los credos, y de todas las
lenguas. La alcaldesa de Lampedusa, aquella que con palabras valientes
retó al presidente de la República y al de la Unión Europea invitándoles
a contar con ella los muertos, me confiesa con humildad, con dolor, que
no puede proporcionar a toda esa gente una estancia ni siquiera digna.
El lugar no reúne condiciones, no tiene medios, sabe que incluso está
poniendo en riesgo la vida de los que con tanta solidaridad sus
ciudadanos han salvado.
Después de abrazarles, de rezar con ellos y por ellos en silencio,
después de encomendarme y encomendarles a Dios me toca denunciar, clamar
a los cuatro vientos que esto
no puede continuar, que esto nunca vuelva a repetirse. Los muertos y
los supervivientes de Lampedusa son los mismos que llegan a las playas
de Cádiz o Canarias. Son sólo la punta del iceberg que apenas toca el
caso de este indigno trasatlántico en que se ha convertido la
civilización.
Hoy Lampedusa es Europa entera. Y sus inmigrantes ilegales son igualmente nuestros, porque nuestra, de todo el mundo desarrollado, es la vergüenza, la que en boca de este bendito Papa ha dado la vuelta la mundo.
Los gobernantes no pueden seguir defendiendo el euro y olvidarse de
la gente; no cabe más normativa sobre la caducidad de los yogures cuando
media humanidad muere por falta de agua potable. Digámosles que nos
negamos a aceptar que el bienestar que disfrutamos se base en la
explotación de nuestros semejantes, porque sabemos que un mundo mejor es
posible, porque hay recursos, medios y adelantos para todos; no sólo
para unos pocos.
Pido a Dios que éstos sean los últimos peregrinos de la miseria, que éstas sean las últimas víctimas de la injusticia.
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