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martes, 22 de enero de 2013

¿Por qué mienten los políticos? José M. Castillo, teólogo

El hecho está a la vista de todos. Basta leer la prensa diaria, oír los informativos de la radio o de la tele, las tertulias de todo color y de todo pelaje. No hay que demostrarlo. Lo sabemos de sobra. Nadie, creo yo, lo va a poner en duda.
Pero lo más preocupante no es el hecho de vivir engañados. Lo peor de todo es que se nos engaña en cosas muy graves. Y además la política del engaño y la mentira va en aumento a una velocidad de vértigo. Sin que nos demos cuenta, cada día tenemos menos derechos, ganamos menos, vivimos más inseguros, la sanidad funciona peor, la educación es más deficiente, nadie sabe a ciencia cierta cómo va a vivir el mes que viene….
Y encima de lo dicho, se nos asegura que esto es lo que más necesita España, lo que nos conviene a todos. Por no hablar de las macabras y repugnantes noticias, que nos llegan cada mañana, sobre nuevos y asquerosos casos de corrupción, ejecutados impunemente y con guante blanco por quienes todos los días nos dicen que tienen la conciencia tranquila y las manos limpias. De verdad, si se piensa despacio, todo este cúmulo de despropósitos llega a representar, para muchas personas de bien, un vomitivo insoportable. De ahí, la pregunta: ¿por qué nos mienten tanto nuestros gobernantes y los que aspiran a serlo? ¿Por qué aguantamos este cúmulo de engaños y desvergüenzas?
Para empezar a responder, me parece pertinente recordar un sabio principio que supo formular un clásico, bien conocido, en asuntos de política. Nicolás Maquiavelo, en “El Príncipe” (XVIII, 466), dejó escrito: “Los hombres son tan ingenuos, y responden tanto a la necesidad del momento, que quien engaña siempre encuentra a alguien que se deja engañar”. Esto es lo que pasaba a finales del s. XV. Siempre había “alguien” que se dejaba engañar. Ahora, que tanto sabemos y tanto hemos progresado, el gobernante que engaña, no se encuentra ya a “alguien” que se deja engañar. En este momento, por más que nos manifestemos a gritos por las calles, la pura verdad es que somos “millones” los que votamos, como salvadores de nuestros males, a los más embusteros que se hartan de predicarnos mentiras y patrañas. ¿Es que los políticos son ahora más perversos? ¿o es que nos han degradado en la ingenuidad que no pudieron ni imaginar las gentes de hace más de quinientos años?
El problema es más complejo de lo que muchos se imaginan. Si no me equivoco, el fondo del asunto está en que los intereses económicos le han ganado la partida a los intereses políticos. Dicho más claramente: el sistema económico manda más que el sistema político. Es decir, el sistema capitalista y la codicia del dinero tiene más poder, en la vida y en las decisiones de los que manejan el cotarro, que el sistema democrático y los derechos de los ciudadanos. Pero, es claro, lo que ocurre es que los gobernantes no pueden aparecer, ante la gente, como defensores del “Estado del Capital” (que es lo que realmente son), sino como los protectores que garantizan el “Estado de Derecho”. Lo cual quiere decir que, tal como se han puesto las cosas, al político de oficio, si no es un hombre ejemplar por los cuatro costados, no le queda más salida que convertirse en un embustero de oficio.
Yo no digo que todos los políticos sea así. Lo que digo es que, hoy, el ejercicio de la política exige una integridad ética para la que muchos profesionales de la “cosa pública” no están éticamente preparados. Y así nos luce el pelo. Porque, si los gobernantes necesitan una integridad ética indiscutible, la misma integridad necesitamos los gobernados. Y si no, ¿qué puñeta hacemos, cada cuatro años, dando nuestro voto de confianza a quien sabemos que nos está engañando y lo va a seguir haciendo?

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