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miércoles, 23 de julio de 2025

INTRODUCCIÓN AL LIBRO “REFORMAR O ABOLIR EL PAPADO”


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 La historia del papado no está exenta de interrogantes para muchos católicos, dado hasta qué punto ha moldeado su historia, a menudo para mal. En la era moderna que comenzó con el Renacimiento, el papado preservó la unidad institucional de los católicos, pero a costa de grandes perturbaciones, como la Reforma protestante y la formación de la Iglesia anglicana. Y también a costa de medidas autoritarias que imponen una obediencia absoluta a los católicos. Durante mucho tiempo, también rechazó gran parte de la cultura moderna, en particular la autonomía de la razón y su función crítica, las ideas de la Ilustración expresadas en la Encyclopédie y los resultados de la ciencia (empezando por las conclusiones de Galileo). En el siglo XIX, la encíclica Quanta Cura y el Syllabus de Pío IX fueron textos particularmente reaccionarios, pisoteando los derechos humanos y sociales más elementales. A principios del siglo XX, el Papa Pío X acabó brutalmente con las investigaciones llamadas modernistas, cuyo objetivo era repensar el cristianismo en la cultura moderna, y organizó un sistema de vigilancia meticulosa en todas las diócesis para contrarrestar cualquier nueva investigación. Fue en este contexto en el que, a lo largo de la primera mitad del siglo XX, muchos teólogos católicos fueron condenados por Roma y en el que Pío XII puso fin en 1954 a la implicación de los curas obreros que experimentaban una nueva forma de presencia cristiana en ambientes obreros.

El Concilio Vaticano II supone una profunda reforma de la Iglesia. Convocado en enero de 1959 por Juan XXIII, se presentó como un tiempo de aggiornamento, de puesta al día, un soplo de aire fresco en una institución que necesitaba abrir sus ventanas. Se atribuye a Juan XXIII la frase inequívoca: “No puedo hacer nada contra la Curia, convoco un concilio”.

Con sus cuatro sesiones (1962-1965), el Vaticano II fue efectivamente una época de apertura y diálogo. Pero los resultados no están a la altura de las expectativas que suscitó. Las respuestas conciliares parecen ser relativas y parciales, y es evidente que ciertas cuestiones importantes fueron resueltamente dejadas de lado. Las instituciones católicas tenían mucho que hacer. La apertura debía tener continuidad, profundizarse, en una palabra, ir más lejos.

Pero no fue así. El Papa Pablo VI, que había acompañado las tres últimas sesiones del Concilio (1963-1965), una vez que los obispos regresaron a sus diócesis, volvió a un modo de gobierno preconciliar, porque el Concilio había reconocido y confirmado todas las prerrogativas anteriores del Papado. Por una parte, permitió la recuperación de la Curia romana y, por otra, pasó por alto la gran comisión “familia y sexualidad” creada por el Concilio para seguir trabajando juntos sobre el tema después de 1965. Esto le llevó, en 1968, a publicar la encíclica Humanae vitae condenando el uso de la contracepción artificial, para gran disgusto de muchas parejas católicas. También se abstuvo de reformar el estatuto sagrado de los sacerdotes, manteniendo la regla del celibato obligatorio y rechazando firmemente la igualdad de las mujeres con los hombres en el ejercicio de sus ministerios. Aparte del breve pontificado de Juan Pablo I (treinta y tres días), Juan Pablo II (1978-2005) y Benedicto XVI (2005-2013) continuaron y acentuaron la asunción por Pablo VI de la dinámica conciliar.

Juan Pablo II, en particular, se cuidó de nombrar obispos conservadores, mostró poco interés por la teología de la liberación e incluso sospechó de ella, y publicó el Catecismo de la Iglesia Católica (1992), redactado únicamente en términos de doctrina tradicional.

El balance del Papa Francisco, elegido en el cónclave de marzo de 2013, también es desigual. Su elección comenzó bastante bien con la elección del nombre Francisco, sus primeras palabras en términos sencillos en el balcón de la basílica de San Pedro, su traslado a la residencia de Santa Marta en lugar del “palacio apostólico”, sus advertencias al Colegio Cardenalicio sobre los peligros de las quince enfermedades y las tentaciones curiales (Discurso del Papa Francisco en la presentación de la felicitación de Navidad a la Curia Romana, 22 de diciembre de 2024.11), sus constantes llamamientos a una acogida más humana de los emigrantes que huyen de sus países y sus dos primeros grandes documentos: la exhortación apostólica Evangelii gaudium sobre el anuncio del Evangelio en el mundo actual (2013) y la encíclica Laudato si (sobre los desafíos actuales de la ecología). Luego, a la vuelta de los años 2016-2017, esta apertura se debilitó y sus palabras se volvieron francamente conservadoras. Volvió a las palabras de condena del aborto, llamando “asesinos a sueldo” a los médicos que lo practican. Habló ambiguamente sobre los homosexuales, su reconocimiento y la posibilidad de que se casen en 2022. Y luego vino la gestión de los dos últimos sínodos. El Sínodo de 2018 sobre la Amazonia, durante el cual una mayoría de obispos votó a favor de la ordenación de viri probati, es decir, laicos casados que hubieran mostrado una conducta sabia y que pudieran liderar las pequeñas comunidades cristianas dispersas por esta vasta región de la Amazonia. En el documento post-sinodal que presenta los resultados del sínodo, el Papa Francisco hizo caso omiso del voto de los obispos, afirmando su poder como Romano Pontífice. Una decisión contraria al planteamiento sinodal. En 2025, el sentimiento mayoritario de decepción entre los católicos, al menos en Europa, es prácticamente el mismo que al final de las dos sesiones de otoño de 2023 y 2024.

Se dejaron de lado decisiones prácticas que podrían revitalizar a la Iglesia católica, como la reforma del celibato obligatorio o el papel de la mujer. El sínodo tampoco abordó el aspecto obsoleto de la doctrina cristiana oficial, que data de hace dieciséis siglos. ¿Qué sentido tiene una dinámica sinodal contradicha, incluso manipulada, por las decisiones finales de un solo hombre?

La toma de control de la gobernanza católica por parte de los papas posconciliares parece restaurar las viejas prácticas de centralización y control total de la vida de los católicos. La verticalidad del funcionamiento de la institución católica se ve reforzada por la ausencia de procesos electorales para los obispos, sin la menor consulta democrática a nivel del Papa, que nombra él mismo a los cardenales y obispos elegidos por los nuncios y los presidentes de las conferencias episcopales.

Con este telón de fondo, decidimos escribir un libro que hiciera balance del papado romano. Este libro lo hace estudiando las fuentes neotestamentarias, revisando la historia de la Iglesia católica occidental y, en particular, las rupturas del siglo XVI. A continuación, examina las dificultades a las que se enfrentó la Iglesia católica en el llamado periodo moderno, para comprender el nacimiento y desarrollo del ateísmo, los beneficios y exigencias de la democracia, la emancipación social, etc.

Ante la disminución del culto dominical en los países europeos (en Francia se sitúa actualmente en torno al 2% a nivel nacional), la crisis de las vocaciones diocesanas y la disminución del número de ordenaciones sacerdotales, remediada por el momento por sacerdotes procedentes de institutos tradicionales de derecho pontificio o por la llegada de sacerdotes del África subsahariana y de otros países que sólo han tenido una formación más bien conservadora, la Iglesia católica institucional ha entrado en una profunda crisis.

El papel del papado romano no es neutral en este proceso. ¿Debemos esperar indefinida o desesperadamente la elección de un Papa verdaderamente reformador, cuando todo indica que el sistema católico está bloqueado? ¿O debemos plantear más claramente la hipótesis de un cambio sustancial del estatuto del papa romano, para devolver al conjunto de la Iglesia católica su capacidad de innovación y de pluralismo, con menos uniformidad y más libertad? Es esta segunda hipótesis la que sugerimos y desarrollamos.

 

Robert Ageneau

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