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miércoles, 27 de noviembre de 2024

EL MIEDO A LA LIBERTAD, MOTOR DEL ACTUAL RUMBO POLÍTICO Y ECLESIAL


col martell

 

Hace casi treinta años, en una clase de Filosofía con jóvenes estudiantes de bachillerato, reflexionábamos sobre la libertad. Nos servíamos de la lectura previa de tres libros: “El miedo a la libertad” de Erich Fromm, “La Ola” de Todd Straser y el capítulo XVI de “Los hermanos Karamazov”, donde Dostoievski nos relata la leyenda del Gran Inquisidor. Como telón de fondo de todas las lecturas constatábamos una idea común: nos da miedo la libertad, preferimos la sumisión, que alguien nos mande, es más eficaz, crea menos problemas. Si el filósofo Emmanuel Kant nos decía: “Atrévete a pensar”, hoy habría que proclamar: “Atrévete a ser libre”.

Estos recuerdos no son casuales. He visto cómo en Estados Unidos se prefiere a Trump, un autócrata que quiere poner las cosas en orden, aunque él tiene pendientes actuaciones delictivas. He visto, también, salvando las distancias, cómo en el Sínodo la Iglesia no se ha atrevido, de momento, a pronunciarse sobre problemas muy candentes como son la `posibilidad de recibir el ministerio ordenado por parte de las mujeres o el celibato opcional de los curas.

“En tiempos de desolación, no hacer mudanzas”, parece su lema. Ya nos encargaremos de hacer ver que los anhelos de cambio son los causantes de los momentos de desolación. 

Es curioso, por otra parte, que en tiempos especiales de miedo a la libertad se ponga a la libertad como lema y slogan de campañas publicitarias. A la vez que te proclamo libre de vestir, beber o fumar una u otra marca, te castro la capacidad de elegir y pensar por ti mismo. Somos todos libres, pero bajo una organización determinada que no beneficia a todos por igual. Nos hacen gallinas sueltas en un gallinero donde pueden estar, también, zorros libres y sueltos.

Me voy a ceñir al miedo a la libertad en la Iglesia, aunque las razones profundas de ese miedo sean las mismas en el terreno político y social.

En los Cuentos de Juan de Arguijo, en el año 1617, se recoge este dicho tan repetido y revelador: “Virgencita, virgencita, que me quede como estoy”. La actitud de conservarlo que se tiene es producto del miedo a lo desconocido y una renuncia a luchar por el futuro.

El Concilio Vaticano II surge con el propósito de que la Iglesia no se quede como está, sino que se atreva a abrir las ventanas para dejar paso al aire fresco. Anuncia un tiempo de aggiornamento, de búsqueda. 

Después de la primavera conciliar vino el otoño y un cierto invierno, después de la apertura de ventanas vino el cierre para que nada cambiase demasiado y que no se colase en la iglesia “el humo de Satanás”. Después del florecimiento de grandes teólogos escudriñadores de los signos de los tiempos, vino la abundante condena de teologías que intentaban abrirse al paso del Espíritu que siempre sopla desde abajo y hace nuevas todas las cosas.

No se trata de condenar ciertos momentos de la Iglesia, pero sí de interpretar la historia y sacar consecuencias para poder seguir alimentando el fuego del Espíritu renovador.

Es sorprendente que una mayoría de cristianos evangélicos o católicos han apoyado con su voto a Trump y consideran que sus posiciones en lo social o en su vida personal son pequeñas lagunas ampliamente superadas por su ideología de fondo, que es defensora de una posición conservadora de los valores tradicionales que llaman cristianos. ¿No estaremos convirtiendo lo que debía ser un seguimiento de Jesús en una ideología que, además, es conservadora?

¿Es más importante conservar o ir alumbrando un mundo donde a todos se les reconozca la misma dignidad de hermanos, hijos de un mismo padre y madre Dios?

Cuando nos parece más peligrosa la no creencia que la idolatría, cuando nos parece más importante adorar al dios dinero o a una raza que consideramos superior a las demás y no somos capaces de considerar a todas las personas como hermanas, tendremos que hacernos mirar en qué hacemos consistir el ser hombres y mujeres de Dios. Hay un mandamiento que nos dice: “no tomarás el nombre de Dios en vano”.

¿Dios es el asegurador de nuestras vidas cómodas o el que nos impulsa a ir haciendo realidad un mundo nuevo, lo que llamamos “Reino de Dios”? Escogemos las certezas, el acomodo, el transitar caminos seguros; o, por el contrario, ¿nos aventuramos a buscar, a salir de nosotros mismos y dejarnos llevar por el Espíritu de Dios que habita en nosotros y nos impulsa?

El miedo a la libertad de Erich Fromm profundiza en nuestro miedo a elegir, a ser nosotros mismos. En el Gran Inquisidor de Dostoievski se manda callar a Jesús porque ha creído ingenuamente en las personas y en su capacidad de ser libres y no se ha dado cuenta de que lo que estas buscan y necesitan es a alguien que los someta, los haga culpables y los perdone. En La Ola de Todd Straser se nos plantea cómo unos estudiantes inseguros rinden más en unas clases organizadas con una disciplina hitleriana.

¿Qué repercusiones tiene todo esto en nuestra Iglesia? El Concilio Vaticano II fue una explosión de búsqueda de nuevas formas de hacer teología, de una liturgia más participada por el pueblo de Dios, de una nueva relación con el mundo; esto nos hizo vivir una etapa esperanzada. Por desgracia no duró demasiado.

Entra el miedo en nuestras estructuras eclesiales porque se considera que el abandono del estatus clerical de cientos de curas, religiosos y religiosas ha sido consecuencia de una secularización y un acercamiento peligroso al mundo. No sirve este hecho para plantear que puede haber otra forma posible de ser cura, monja o fraile. Las críticas que se hacen a ciertas formas de organización de la Iglesia y los nuevos planteamientos en liturgia o moral se consideran como un mal fruto del Concilio, que ha abierto algunas ventanas peligrosas y, en lugar de analizar el aire que entra, se prefiere cerrarlas. Se teme la protestantización de la Iglesia, la pérdida de mando del clero, la comunión de todos los bautizados que exige el cambio hacia unas estructuras igualitarias. 

En este otoño eclesial frente a las búsquedas se prefieren las certezas. Frente a movimientos laicales que hacen revisión de vida y quieren cambiar estructuras sociales y eclesiales que no responden al plan de Dios, se quiere la seguridad de una sana doctrina que no pone en peligro nuestra forma de funcionar. Frente al seguimiento de Jesús que resulta, a veces, subversivo, se crean movimientos con líderes muy fuertes que dan seguridad. Todo esto, ¿por maldad calculada? No, creo que por miedo. Además, huir del miedo atrae a la gente y esto nos reconforta y pone contentos.

La autoridad del líder, que da seguridad y certeza, es básica en la mayoría de los movimientos católicos surgidos y apoyados por una Iglesia que quiere reconducir el ardor utópico y transformador que surge en los primeros momentos postconciliares. En tiempos de crisis la certeza y la unidad junto al líder atraen, pero tienen un grave peligro. La raíz de las perversiones de la religión consiste en reducirla a normascreencias convertidas en ideologías, instituciones que van surgiendo y apoyan, a la vez que son apoyadas por los poderes de este mundo. Así surgen líderes que inconscientemente suplantan y oscurecen la buena noticia del Reino de Dios anunciado por Jesús, el único Señor. Estas normas, instituciones y personas se convierten en ídolos absolutos con el peligro de suplantar a Dios y esclavizar al sujeto religioso, ya que la autoridad, para no ser puesta en duda, necesita sacralizarse.

Decía el teólogo Rovira Belloso que la Iglesia tendría que escribir lo que no es esencial: normas, organizaciones, condenas y leyes humanas, con la humildad del que escribe con lápiz, nunca con tinta china. Lo peligroso es hacer lo contrario: hacer inmutable e imborrable lo no esencial por miedo a que se debilite una estructura eclesial y, por otra parte, borrar con facilidad lo nuclear del mensaje evangélico.

¿Los grupos y organizaciones cristianas, que estamos potenciando, son refugio cálido para personas con miedo a la libertad o, más bien, son grupos transformadores, personas que creen que otro mundo es posible y otra forma de ser Iglesia es posible?

Tenemos que escoger entre la oración: “virgencita, virgencita, que me quede como estoy” o tomar para nuestra oración las palabras de María: “hágase en mí según tu palabra”.

 

Avelino Seco Muñoz (Sacerdote en Santander)

Religión Digital

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