Rose-Marie Barandiaran: ¿No es gracias a la “retirada de Dios” que el hombre se deja alcanzar por él? ¿Por qué entonces le invocamos en nuestros dramas?
¿Por qué separamos lo profano de lo sagrado? Jesús no era un sacerdote. Era simplemente humano. Si nos tomamos en serio los sufrimientos de Dios, si velamos con Jesús en Getsemaní, ¿nos ayudará eso a ser y seguir siendo cristianos?
José Arregi: La metáfora del “retiro” o del “retraimiento” es muy evocadora. Pero no podemos entenderla ni en el sentido teísta (“Dios”, una vez creado el universo, se retira de él, y solo interviene ocasionalmente: milagros, revelación, encarnación…), ni en el sentido deísta (“Dios”, una vez creado, se retira del todo y se vuelve un “Dios ocioso”, pasivo, idea que se encuentra ya en Aristóteles y culmina en el deísmo ilustrado de Voltaire, Rousseau y Montesquieu). La metáfora del “retirarse” de Dios habría que interpretarla más bien en el sentido del tzintzum de la Cábala judía: la creación significa que el Infinito se retira o se “estrecha” como la madre que dentro de sí “hace sitio” a la criatura que crece dentro de ella. Esta idea la han desarrollado en nuestros días autores como, por ejemplo, el rabino Marc-Alain Ouaknin, el filósofo Hans Jonas (cuya madre desapareció en Auschwitz) y el teólogo Jürgen Moltmann. Es revelador que el término hebreo bará, utilizado por el relato del Génesis para decir “crear”, significa “separar”. Crear significa “separar”, en el sentido de hacer sitio… dar lugar. “Dios crea el mundo como el mar la playa: retirándose”, escribió el poeta Hölderlin.
Pero esta imagen del retraimiento divino fácilmente evoca todavía una imagen dualista, pues la madre y el niño, como el mar y la playa, son dos. Dios y mundo no son dos (ni uno formado de dos partes, ni “uno y lo mismo” en contraposición a dos). Dios es –no podemos utilizar sino unas pobres metáforas– el Corazón de todo lo que es, el Fondo, el Fuego, el Aliento que inspira, la creatividad que todo lo mueve y relaciona… No tiene, pues, sentido, “rezar” para que “Dios” acuda a socorrernos. Cuando nos volvemos al fondo de nosotros mismos y nos inclinamos compasivamente haciéndonos prójimos de la persona herida, entonces realizamos lo divino que somos, Dios se manifiesta y crece como lo mundano y humano más profundo, como la posibilidad mejor del mundo. Dios no es alguien que pueda acudir a socorrernos, sino nuestro fondo mejor, lo profundo y más real de nuestro ser, que podemos ir despertando. Así es como oraba, por los mismos años y en circunstancias similares a las del teólogo Bonhoeffer, una agnóstica mística, Etty Hillesum, 8 años más joven que él: “Tú no puedes ayudarme, pero yo te ayudaré, Dios mío. Y será la forma de que tú me ayudes”.
RMB: Intento comprender: el Dios infinito (¡y plural!) se contrae para hacer sitio a la creación, hace el vacío, lo que me hace pensar en: "la tierra era tohu y bohu, una oscuridad sobre el abismo, pero el soplo de Elohim se cernía sobre la faz de las aguas". Gen 1:2
Podríamos añadir: el movimiento de las olas se preparaba para acoger "la alteridad del mundo". Cuando Dios se retiró, dejó tras de sí algunas emanaciones de su luz, que podrían ser elementos de misericordia a los que podríamos agarrarnos para construir un mundo mejor. El hombre no es intrínsecamente bueno, pero puede llegar a serlo, es una elección. Esta versión me parece más interesante que la del pecado original y da un nuevo sentido a la crucifixión de Jesús...
J.A.: La realidad, toda ella, es divina, en todo aquello que la realiza para el bien común. Jesús fue divino en su humanidad compasiva, solidaria, comprometida. Cuanto más humanos somos, más divinos (libres y buenos, buenos y felices, sanos y salvos) nos volvemos.
Por eso, el “sufrimiento de Dios” del que habla Bonhoeffer no podemos entenderlo como sufrimiento de un “Dios” distinto y extrínseco al mundo; sería volver incurriendo así en un burdo teísmo dualista. El “sufrimiento” de Dios es el sufrimiento del mundo en su centro o su corazón –hecho de poder y de paciencia, de esperanza activa, de acción movida por el aliento–, el sufrimiento del mundo en busca de su plena realización común.
Así es como entiendo la vida de Jesús, imagen y anticipo (no único ni perfecto) del Cristo cósmico en devenir en todos los seres. Esto nos lleva más allá del teísmo y del deísmo, pero también más allá del ateísmo positivista.
R.M.B.: Hubo un tiempo en que la Iglesia era todopoderosa en casi todos los ámbitos. Hoy, ¿qué haría falta para que el discurso de la Iglesia sonara a verdad?
Según Dietrich, "el poder va en contra de la conversión y la purificación".
¿No hay otras formas de vivir con sabiduría y bondad?
J.A.: Bonhoeffer se preguntó siempre, y sobre todo en sus dos años de prisión, sus últimos años, acerca del lugar de la Iglesia en un mundo arreligioso, y acerca de la forma que debiera adoptar en este mundo. Es decir, sobre la forma de la Iglesia llegada a su “edad adulta”. Cuando llegue, afirma, “el rostro de la Iglesia habrá cambiado por completo”. Pero tampoco tuvo tiempo para concretar y sistematizar los rasgos de ese rostro adulto de la Iglesia. A pesar de ello, los criterios fundamentales para caminar hacia esa realización adulta son claros. Por ejemplo:
1) Que deje de considerarse “privilegiada en el plano religioso”, que “pertenezca plenamente al mundo”; 2) Que no se presente como mediación necesaria entre Dios y la sociedad, la humanidad; 3) Que cese de predicar la necesidad humana de Dios para así reafirmar la necesidad de sus servicios religiosos; 4) Que no busque su lugar allí donde fracasa la humanidad, sino “en medio de la aldea”, como Jesús, allí donde se juegan los gozos y los dramas, las fiestas y las luchas de la gente; 5) Que no ofrezca doctrinas, creencias y normas, y cuánto menos con pretensión de poseer el monopolio de la verdad y del bien; que, por el contrario, ofrezca una humilde palabra y testimonio sobre la Palabra de la reconciliación, de la misericordia, de la liberación, e infunda así inspiración y alma para vivir; 6) Que hable de Dios de otra forma, “mundanamente”; 7) Que no se ocupe de su propia autoconservación como institución, sino de su profunda transformación, y sobre todo de la profunda transformación del mundo; 8) Y la primera condición: que abandone el registro del poder, del dominio, de la superioridad; que, para ello, haga desaparecer en su organización interna todo vestigio clerical y jerárquico (que no faltan en las iglesias protestantes y anglicanas, aunque sean mucho más leves que en las Iglesias católica romana y ortodoxa).
Tales criterios de fondo plantean preguntas que el joven teólogo encarcelado y ejecutado no pudo abordar teórica ni prácticamente, por ejemplo: en un mundo sin religión y en un “cristianismo arreligioso”, para unos cristianos "arreligiosos” y “mundanos", ¿qué podría significar, qué objetivo podría proponerse todavía, qué forma concreta podrían adoptar la comunidad eclesial, la parroquia, el templo, la predicación, la liturgia…? ¿Debería acaso desaparecer todo espacio comunitario para la oración y la reflexión, o todo espacio personal para la interioridad y la meditación inspiradas por la tradición cristiana de impronta “religiosa” y “teísta”? Son cuestiones vivas que se nos plantean todavía hoy, pues el cristiano es una persona social y toda comunidad viva, como todo viviente, necesita una forma. No son las cuestiones más importantes, pero no son desdeñables para muchas cristianas y cristianos en transición hacia una tierra desconocida para las religiones tradicionales.
R.M.B.: ¿De qué debe vivir la Iglesia para ser testigo auténtico del mensaje del que es depositaria? Dietrich llega incluso a decir que "la Iglesia es realmente Iglesia cuando ayuda a los no religiosos". "Cristo puede ser el señor de los no religiosos!”
J.A.: Se me presentan preguntas y perplejidades similares a las que acabo de formular: ¿de qué y para qué debe vivir la Iglesia en un mundo mayor de edad, “arreligioso”? Ni ella misma puede ya seguir creyendo en un “Dios tutor”, ni profesando creencias hoy absurdas, o practicando extraños ritos medievales o milenarios, ni secundando normas morales obsoletas (por ejemplo en el campo del género y de la orientación sexual, de la sexualidad en general, del origen y fin de la vida…). Nada de eso puede ofrecer si quiere ser sal, levadura, aliento para la inmensa mayoría de las mujeres y hombres de hoy alejados de esas creencias y prácticas religiosas. Dietrich Bonhoeffer escribió con razón que la religión (creencias, ritos, códigos) no es más que es un ropaje histórico, cultural, prescindible.
Las cristianas y los cristianos de hoy, a título individual y comunitario, deberán dejar toda letra que mata y vivir del espíritu, que es respiro, amplitud, vida. Vivir la gracia y la liberación del Evangelio de Jesús releído en nuestros lenguajes y paradigmas de hoy. Y de lo que viven ellas/ellos mismos deberán ofrecer a todos los demás – cristianos o no cristianos, religiosos o no religiosos, indistintamente –, y ello por pura responsabilidad y sin sentimiento alguno de superioridad sobre nadie. Recibiendo de los demás y ofreciendo a los demás espíritu, vida, aliento, inspiración para una transformación personal y política profunda. Está en juego la vida común de la humanidad y del planeta.
Para ello, la Iglesia puede y debe prescindir de todo lenguaje y de toda forma religiosa que hoy carezca de sentido, allí donde carezca de sentido. Pero, en principio, no hay por qué desdeñar ninguna fuente de inspiración, religiosa o laica –tampoco, por lo tanto, la fuente cristiana–, pues la inspiración profunda y el agua son las mismas. El Espíritu alienta en todos los seres. A uno puede inspirarle el gregoriano o Bach, a otro el jazz o Dalida.
¿Deberá la Iglesia despojarse de los evangelios, de sus “mitos” fundacionales (el Cristo sanador, la Cena pascual, la Cruz solidaria, la resurrección del Crucificado, el Pentecostés universal…), de todas sus escrituras, símbolos y ritos? No necesariamente. Bonhoeffer mismo, a pesar de toda su crítica de la religión y de su insistencia en el carácter “arreligioso” del mundo y del propio cristianismo, ni antes ni después de su arresto renunció a todas las formas y expresiones religiosas de su fe en el “Dios centro de la realidad” y en el “Cristo de los no religiosos”. De hecho, en el patíbulo, ante la horca, se arrodilló y rezó…
Dígase lo que se diga, Jesús fue religioso y teísta. Eso sí, enseñó a no poner por encima de la vida ningún ninguna “tradición humana” (Mc 7,8) (y todas las creencias, ritos y normas lo son). Lo único absoluto de Jesús fue la confianza profunda, la comensalía abierta, la compasión sanadora, la solidaridad liberadora, ser “para los demás”. Y así es también “señor de los no religiosos”: no significa de ningún modo que los no religiosos estén sometidos a su poder, sino que también por él pueden ser inspirados para una vida más bondadosa y bienaventurada.
(Continuará)
Rose-Marie Barandiaran – José Arregi
(Publicado en GOLIAS Magazine 211, julio-agosto 2023, pp. 26-28)
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