Juan era un profeta enfrentado al sistema; un hombre austero y exigente consigo mismo que recorría el Jordán invitando al pueblo a volver la espalda al pecado, a cumplir su parte de la Alianza con Dios, a la penitencia y al bautismo por inmersión.
El gran éxito de Juan provenía del hecho insólito de abrir una puerta de salvación al pueblo llano y depauperado. A aquella chusma maldita —según expresión de los fariseos—, a los que todos despreciaban y condenaban de antemano, les decía que el Señor no les despreciaba; que también podían acceder al reino de Dios; que, en contra de lo que decían las autoridades religiosas, la salvación no estaba reservada a los selectos, sino a todos los que se convirtiesen arrepintiéndose de sus pecados.
Su enfrentamiento con las autoridades civiles tenía su origen en que Juan les hablaba con inusitada crudeza, denunciaba en público sus abusos y ponía de relieve sus vicios y corrupciones. También estaba amenazado por las autoridades religiosas, porque ofrecía la salvación al pueblo a través de un rito no sancionado por ellas, y en lugar profano; ajeno al Templo. La gente sagrada de Israel no podía permitir un hecho de estas dimensiones al margen de su omnímoda influencia.
En cualquier caso, su fama como profeta era formidable y crecía de día en día. Mucha gente de Jerusalén, de toda Judea e incluso de Galilea, salía al Jordán a escucharle y a ser bautizados por él. A Juan se le considera el heraldo de Jesús y por eso tiene un puesto destacado en los textos del Adviento, pero posiblemente fue mucho más.
Si leemos el evangelio con cierta perspectiva, resulta evidente la influencia de Juan en la decisión de Jesús de lanzarse a los caminos a predicar la buena Noticia. Por los sinópticos sabemos que Jesús visitó al Bautista, que fue bautizado por él (incluida la teofanía que aparece en todos ellos), que se retiró al desierto y fue tentado por el diablo, que volvió a Galilea e inició su vida pública. El evangelio de Juan, fiel a su estilo, omite el bautismo y las tentaciones, aunque también sitúa al Bautista al comienzo de todo.
Podemos imaginar que en un momento de su vida Jesús sintió la llamada de Dios, abandonó Nazaret y se dirigió al Jordán al encuentro del profeta al que todo el mundo respetaba. Algunos especialistas creen que permaneció allí bastante tiempo, e incluso que llegó a convertirse en discípulo de Juan. Aquel ambiente de oración y penitencia era propicio para que Jesús se empapase espíritu de Dios, y quedó tan lleno de él, que se sintió Hijo y decidió dedicar la vida a trabajar en las cosas de su Padre.
Antes, se retiró a los rigores del desierto a contrastar y afianzar su proyecto; a pedirle a su Padre fuerzas para culminarlo. Volvió a Galilea y (con mayor o menor conciencia mesiánica, no lo sabemos) se echó a los caminos a compartir con todos la buena Noticia que a él le había sido revelada: Dios no es el Juez que nos castiga, es Abbá.
Juan heraldo de Jesús. Jesús heraldo de Abbá.
Miguel Ángel Munárriz Casajús
Para leer el comentario que José E. Galarreta hizo sobre este evangelio, pinche aquí
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