«La fe si no tiene obras, está muerta en sí misma» (Santiago 2,17)
Se dice que la fe es creer en algo que no vemos. Pero para que la fe se convierta en algo real, que ilumine y dé sentido a cada uno de nuestros días, tiene que ser palpable en el encuentro con el Otro, con los otros y mostrar que está viva mediante la verificación de las obras, del compromiso cotidiano con la realidad que nos rodea.
El compromiso se convierte así en la máxima expresión de la fe. Una fe que puede adquirir contornos religiosos, cristianos en mi caso, o una fe puramente humana con perfiles sociales, filosóficos, humanistas, ideológicos… La fe o se demuestra o es como una cáscara vacía, sin contenido alguno, sin vivencia. El compromiso es pues el «control de calidad» de la fe.
El compromiso es la respuesta a una llamada, concreta a veces, silenciosa otras, imperiosa las más. Porque no se puede quedar uno impasible ante el llanto de una niña con hambre, la humillación de una mujer violada, la soledad de un anciano abandonado, la mirada perdida de un inmigrante recién llegado a nuestras costas en una patera… Por no hablar del cambio climático, la desertización, la desaparición diaria de especies animales y vegetales, la contaminación de las aguas y el aire…
Existen mil causas, millones de motivos para que la fe que nos mueve cada día a levantarnos, a seguir caminando, a seguir sintiendo los gozos, las esperanzas, la tristeza y el dolor de tantos hermanos y hermanas, de nuestra misma familia antropológica, junto a toda la naturaleza de la Tierra y el universo que nos rodea, del que formamos parte.
El compromiso adquiere múltiples actitudes, gestos, rostros. No solo es compartir económicamente con quien carece de todo. También se puede acompañar a quien no encuentra otro consuelo, y ese encuentro se convierte en comunicación, compañía, un espíritu renovado.
Quienes denuncian y luchan contra el acaparamiento, la corrupción, el sálvese quien pueda, pues el egoísmo es el peor enemigo al que se puede enfrentar el ser humano. Para ello hay que cruzar con decisión la calle de la indiferencia para alcanzar la verdadera talla de hombre o mujer en comunión con los demás.
Quienes recorren senderos inexplorados, son audaces para atajar nuevas lacras, explotaciones, marginaciones y exclusiones de cualquier tipo, ofreciendo lo que son y su tiempo de forma generosa, sintiéndose profundamente felices, aunque ese compromiso les produzca sinsabores, recelos, difamación o persecución, porque como decían Pedro y Juan a los miembros del Sanedrín: «Debemos obedecer a Dios y acudir a su llamada en los más débiles y desheredados, antes que cumplir vuestras leyes injustas que desprecian, humillan y discriminan».
Solo así la fe adquiere valor, fuerza, sentido y se convierte en el motor de cualquier actividad humana que emprendemos. El compromiso que resulte de esa virtud que todos los hombres y mujeres llevamos dentro, resultará el fruto maduro de un corazón de carne, que se deja enternecer, sacudir, conmover, hasta descentrarse para acudir al encuentro del Otro que le espera, para encontrarse en profundidad, para dar y recibir con gozo, para sentirse personas en plenitud en el contacto y la comunicación íntima, experiencial, vital.
«Felices para quienes el compromiso que adquieren es una fiesta, la esencia y la piedra angular de su felicidad».
(Espiritualidad para tiempos de crisis, coed. Desclée-RD)
Miguel Ángel Mesa Bouzas
Religión Digital - 11.10.2023
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