fe adulta
En gran medida, los debates le encantan al ego, porque lo entretienen y lo alimentan. Lo entretienen porque, mientras discute, evita mirar su propia problemática interna. Y lo alimentan porque le permiten compararse con otros, luchar por imponerse y, en definitiva, creerse “alguien”. Todo ello explica que, como es fácil observar, es muy extraño que una persona que debate de esta manera cambie su opinión. Más bien sucede al revés: cada cual se fortalece y atrinchera en su posición.
Criticar el debate, al que estamos acostumbrados a través de los diferentes medios, no significa negar el valor del diálogo. Pero este tiene unos requisitos, que son los que marcan la diferencia. El primero de ellos es que el objetivo del diálogo no es “tener razón”, ni “salirse con la suya”, sino la búsqueda desapropiada de la verdad. Y, en paralelo, otro segundo requisito es la capacidad de reconocer la parte de verdad que toda posición contiene, porque no se olvida que cada persona tiene su verdad.
Pero, así como al ego le encanta el debate, de la misma manera disfruta poniendo trampas. Porque, al no buscar la verdad, sino lograr imponerse al otro y descalificarlo, desarrollará todas las artimañas a su alcance para ridiculizar o, al menos, acallar a aquel de quien discrepa.
Ante las trampas, carece de sentido el diálogo, porque falla otra de las condiciones básicas: la honestidad. De ahí que el mejor recurso sea evitarlas. A no ser que se posea el ingenio suficiente -como en el caso del relato evangélico que leemos hoy- para mostrar al desnudo la falsedad que la misma trampa encierra.
Quien solo busca la verdad vive el diálogo desde la humildad y el más profundo respeto a la otra persona, por más que no pueda compartir su punto de vista. Pero no entra en debates interminables ni, mucho menos, trata de “cazar” al otro por medio de trampas. Porque, en última instancia, no vive buscándose a sí mismo, sino dejando o permitiendo que la vida fluya y se exprese.
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