fe adulta
La doctrina cristiana de la salvación es la contracara de la doctrina del pecado original, hasta el punto de reclamarse mutuamente: por eso se habla de “salvación del pecado”.
Tal conexión explica la dificultad que encuentra la teología para asumir como mito lo relativo al llamado “pecado original” o “caída de nuestros primeros padres”. Porque si esto se cuestionaba, parecía quedar vacía de contenido la doctrina de la salvación. Es decir, se vendría abajo toda la construcción teológica en torno a la salvación por la cruz y la misma figura de Jesús como “el Salvador”.
Sin embargo, ¿cómo podría sostenerse hoy la realidad del pecado original, de manera literal, tal como lo narra el relato bíblico? Incluso la propia teología reconoce que Adán (= “hecho de tierra”) y Eva (= “vitalidad, madre de los vivientes”) no han sido personajes históricos, sino símbolo de cada ser humano. ¿Qué homínidos habrían sido el “primer hombre” y la “primera mujer”? ¿Y qué dios sería aquel que, por desobedecerle, necesita castigar a toda la especie nacida de ellos?…
La conclusión parece evidente: tanto el “pecado original” como la “salvación” son mitos, es decir, relatos portadores de verdad que han de ser comprendidos de manera simbólica. ¿Cuál es su significado?
El pecado original es la ignorancia acerca de lo que somos. Ignorancia que nace con nuestra especie -en concreto, con la emergencia de la mente separadora- y que reduce nuestra identidad al yo, encerrándonos en una consciencia de separatividad y, en consecuencia, de soledad, ansiedad, miedo y culpa.
Si el pecado original fue (es) ignorancia, la salvación es sinónimo de comprensión de lo que somos: nuestra verdadera identidad está ya salvada, siempre lo ha estado. Lo único que necesitamos es caer en la cuenta, comprenderlo.
No hablo, por tanto, de que el yo se salve a sí mismo, como el barón de Münchhausen, que pretendía salir del pozo tirando de sus propios cabellos; ni siquiera de que haya que salvar al -hablando con rigor- inexistente yo: no se trata de salvar (perpetuar) al yo -como plantean las religiones-, sino de liberarnos de la identificación con él, al reconocer que no constituye nuestra verdadera identidad.
Es la comprensión, no un “sacrificio expiatorio”, lo que nos salva. ¿Nos salva Jesús? Ciertamente no, en el sentido en que habitualmente se ha entendido. En todo caso, nos “salva” -ilumina nuestro camino de comprensión, como tantas otras personas sabias a lo largo de la historia humana- al mostrarnos cómo vivir con acierto o sabiduría. Él vivió hasta el extremo la fidelidad al Fondo de sí mismo (“Abba”, Padre) y el amor y la entrega a los demás.
¿Qué ideas tengo del “pecado” y de la “salvación”?
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