fe adulta
La sabiduría que contienen las metáforas de la sal y de la luz radica en que ponen el acento en la desapropiación: la sal da sabor y la luz ilumina sin hacer ningún esfuerzo, sin proponérselo y sin presumir de ello. Y, sin embargo, son eficaces: si está en buen estado, la sal no puede sino dar sabor; si está encendida, la luz no puede sino alumbrar.
Todo se tergiversa cuando las palabras de Jesús se leen -como en tantas otras ocasiones- en clave moralista y voluntarista. Tal lectura da lugar a proclamas del tipo: “tenemos que ser sal, tenemos que ser luz”… El voluntarismo y la apropiación, incluso cuando nacen de la mejor voluntad, constituyen un alimento jugoso para el ego, que se fortalece así incluso con lo más sagrado.
¿Qué da sabor a nuestras vidas?, ¿qué las ilumina? Tal vez nos ayude a descubrirlo volver la vista hacia atrás y preguntarnos qué ha sido aquello que ha aportado sabor y luz a nuestra existencia. Seguramente nos aparecerán rostros con calidad de presencia amorosa que, sin aspavientos, supieron vernos, acogernos, escucharnos, ayudarnos, hablarnos…, sin ni siquiera ser conscientes de todo lo que nos estaban aportando en ese momento.
Si bien es cierto que no pueden separarse -de la misma manera que no puede separarse la sal del sabor-, parece claro que el acento no está en el hacer, sino en el ser. Y cuando es así, todo lo demás “se nos dará por añadidura”, diría el mismo Jesús.
Todo consiste en ser: en vivir en conexión y en coherencia con lo que somos en profundidad. Acallando los ruidos de la mente y las apetencias del ego, nos dejamos escuchar la voz del anhelo que clama en nuestro interior. Silencio del ego, aceptación, gratitud, paz, unidad: esas son las señales que nos permiten ver si estamos en el “buen lugar”, en el lugar donde -aunque no lo sepamos- somos sal y luz.
¿Desde dónde me vivo?
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