fe adulta
. Inmersas en el Bautismo de Jesús.
Jesús, a pesar de ser el Hijo de Dios y el Liberador de la humanidad, se pone en la cola, como uno de tantos, para hacerse bautizar, pasa por los mismos trámites rutinarios que sus contemporáneos, tomando sobre sí la condición del ser humano infiel y pecador.
En el mundo antiguo el significado del agua era el de fuente de vida y de muerte. Nacemos a la vida “rompiendo aguas” desde el útero materno. El agua es imprescindible para el normal desarrollo de la vida humana. Pero también es fuente de muerte cuando se producen, inundaciones, maremotos, crecidas de ríos o, por el contrario, cuando la sequía provoca la pérdida de cosechas, hambrunas, éxodos de población, enfermedades y muerte. La encíclica Laudato Si, del papa Francisco, aborda ampliamente este reto.
El agua es, pues, un símbolo elemental y universal de vida y de muerte. Esta experiencia tan humana simboliza que hacerse cristiano es morir a una forma de vida contraria a Dios, vieja, y renacer a una vida nueva, en Dios. Por eso, hasta el siglo XIV, el bautismo era de inmersión de adultos; a partir de entonces se convirtió en efusión.
Para la comprensión del bautismo cristiano es preciso tener en cuenta la importancia del agua en los grandes acontecimientos de la historia de la salvación. Así, recordamos los relatos de la creación (Gen 1,2), de Noé (Gen 6,9), la liberación del pueblo de Israel a través del mar Rojo (Ex 14), la llegada a la tierra prometida y el paso por el Jordán (Jos 3). Es decir, el agua estaba íntimamente asociada a la relación del pueblo de Israel con su Dios. Con Juan Bautista, el bautismo era la señal y el gesto por el que los hombres y mujeres expresaban la conversión interior y su esperanza en Áquel que va a venir, que está al llegar (Mt 3). “Yo os bautizo con agua, pero Él os bautizará con Espíritu Santo” (Mc 1,8).
Desde el principio, se tenía la certeza de que Jesús había querido esta forma de entrar en la comunidad de los llamados por Dios. En su bautismo el Espíritu Santo desciende y el Padre designa a Jesús para su obra mesiánica: “Este es mi Hijo, a quien yo quiero, mi predilecto” (Mt 3,17), recogidas por los tres sinópticos. Hecho que acontece en su interior, sin ninguna señal exterior perceptible por los sentidos. El cielo abierto y la paloma nos hablan de esa comunicación íntima de Dios Trinidad con Jesús, la Palabra hecha carne.
Jesús confiere al bautismo un significado mucho más profundo que el de la purificación o lavado. El acontecimiento del Jordán no sólo es una manifestación de la divinidad de Jesús, sino un testimonio del Dios Trinidad. Jesús es ungido por el Espíritu como sacerdote, rey y mesías, pero le constituye también en templo espiritual, templo del Espíritu, morada de Dios entre los hombres. Este acontecimiento profético culmina en la cruz. De hecho, en referencia a la muerte que se le venía encima, Jesús dice: “Tengo que pasar por un bautismo, ¡y qué angustia hasta que se cumpla!” (Lc 12,50). La presencia del Espíritu Santo, hace de toda la existencia humana de Jesús un puro “bautismo”, es decir, una opción radical de fidelidad al Padre y el compromiso de búsqueda del Reino de Dios y su justicia (Mt 6,33). “Su relación con Dios estará hecha de deslumbramiento, asombro, pura receptividad y dependencia filial” (D. Aleixandre)
Todos los bautizados estamos llamados a compartir este bautismo y a realizar en nuestras vidas el empeño profético a favor de la justicia que Cristo representa. Aquí no hay diferencia alguna entre la consagración del varón o de la mujer ni debe uno sentirse más comprometido que el otro en ese empeño de vida cristiana. Es la fuerza del Espíritu, la que hace vivir a la Iglesia descendiendo sobre la comunidad de apóstoles y discípulos (varones y mujeres). El Espíritu hace de nosotros/as testigos acreditados, profetas y evangelistas de la esperanza, pues dice el Señor: “Derramaré mi Espíritu sobre todo hombre, y profetizarán vuestros hijos y vuestras hijas” (Jl 3,1-5; Hch 2,17)
El bautismo supone acoger el “hágase en mí según tu Palabra, según tu sueño” desde toda la eternidad. Recibir con asombro la paradoja de su anuncio: “Tú eres mi hijo/a, amado/a”, te llamo por tu nombre, te quiero así como eres. Eres bendecido/a, y cuento contigo para edificar mi reino. Desde esa fe-confianza podemos poner en práctica lo que proclama la segunda lectura: “Está claro que Dios no hace distinciones; acepta al que lo teme y practica la justicia, sea de la nación que sea. Él envió su mensaje a los israelitas anunciando la paz que traería Jesús el Mesías, que es Señor de todos. Conocéis lo que sucedió en el país de los judíos, cuando Juan predicaba el bautismo, aunque la cosa empezó en Galilea. Me refiero a Jesús de Nazaret, ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo, que pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él” (Hch 10,34-38). Es decir, el bautismo implica la superación de todo nacionalismo, de todo racismo, de todo clasismo, de todo clericalismo, de todo aquello que discrimina por razón de sexo, raza, etnia, cultura, clase social…
El planteamiento que cabe hacerse, desde el punto de vista de nosotras, mujeres que hemos recibido el bautismo del agua y del Espíritu, que compartimos con el hombre la misión profética y que nos alimentamos del mismo pan y del mismo cáliz, es si, por razón de ser mujer, nuestra acción debe quedar limitada a una pastoral “de apoyo, secundaria”, en lugar de poder desarrollar nuestro carisma específico como bautizadas y ungidas.
El antiguo himno bautismal citado por Pablo, anuncia que las barreras de raza, clase y sexo han sido superadas por una nueva identidad: “Todos los que habéis sido bautizados en Cristo, de Cristo habéis sido revestidos. Ya no hay distinción entre judío o no judío, entre esclavo o libre, entre varón o mujer, porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús” (Gal 3,27-28).
El bautismo es el sacramento que nos llama al discipulado de iguales. El compromiso, la sinodalidad y la corresponsabilidad en la ekklesía de las mujeres[1], constituyen la praxis de vida de la vocación cristiana. Son la encarnación de una nueva Iglesia sinodal y solidaria con los oprimidos y los más pequeños de este mundo, la mayor parte de los cuales son las mujeres y los hijos que dependen de ellas.
Urge recuperar el profundo significado de la cena de Betania (Mc 14,3-9) y dar cumplimiento a la palabra del Señor, pues lo que Jesús señaló como “memorial”, no tiene por qué quedar olvidado.
¡Shalom!
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