fe adulta
He estado recientemente en ceremonias civiles de despedida física de seres cercanos que me han tocado el corazón, me han permitido vivir el momento con sentimiento y profundidad. Cuando trascendemos el guion manido, el ritual millones y millones de veces repetido, de repente nos sentimos cocreadores de un ritual nuevo, nos vivimos como protagonistas de un momento esencial, de repente hacedores de una ceremonia clave, alentadores de un futuro más compartido.
El último adiós tenía diferentes atalayas, se expresaba desde diferentes gargantas y registros. Resulta que tras el último aliento, las flores destilaban variados perfumes, los poemas brotaban de distintos firmes y sentires, el más allá se divisaba con particulares brillos, el periscopio interior avistaba desde dispares honduras…, la despedida por lo tanto no debía seguir siendo una y única. Los monopolios de todo orden tienen sus días contados, por más que el alejamiento habrá de ser sin ápice de rencor. Jamás podremos edificar lo nuevo con la fuerza de la ira.
El adiós ya no es necesariamente un coto más de la Iglesia. Es hora de desprenderse de posesiones físicas, también de territorios menos tangibles. Se imponía trasladar el acto a espacios más de todos y todas, menos significados, en la medida de lo posible también más circulares, menos controlados. El parque, la cima de la montaña, el tanatorio, la sala del cementerio…, se ofrecieron para ese imprescindible salto al “vacío”.
Teníamos una larga historia religiosa monocolor, tuvimos como reacción un tiempo más laico. Ahora comenzamos a disfrutar una era más consciente y sagrada, al tiempo que universal e integradora. En medio de todo ello teníamos que descubrir cómo nos acercábamos al vehículo deshabitado, a la urna corporal vacía e inanimada, qué hacíamos con nuestros seres queridos que físicamente nos abandonan. Nuestra forma de permanecer ante el ataúd, nuestra manera de entender y gestionar la llamada muerte marcará en importante medida nuestro futuro colectivo.
Nuestras despedidas dicen todo de nuestra forma de estar en el mundo. La ceremonia ha estado hasta el presente gobernado por el credo único. Tras el control es natural la desbandada; tras el sacerdocio monocolor es normal el relevo, la palabra abierta, el atril sin dueño. Toca acercarnos recogidos, respetuosos, cargados de confianza y aurora al micrófono a ras de tierra, que no al púlpito en las alturas dominadoras. No importa el balbuceo inicial, quizás cobre más importancia el afirmar un futuro sin dirigentes, ni dirigidos en todos los ámbitos de la vida, por supuesto también en lo que compete a la trascendencia.
Cuando los valores humanos, cuando los principios superiores han acompañado nuestros días es natural que también presidan el adiós. Cuando la belleza, el arte y la armonía han estado presentes en nuestras vidas, querremos que lo estén también en su omega físico. Éste es un fenómeno novedoso que está aconteciendo en nuestros días. El templo católico ya no es el único lugar para la ceremonia de despedida de nuestros seres amados. El cuestionamiento del funeral clásico es un signo cargado de futuro, en la medida en que democratiza la ceremonia, en la medida en que concita a ciudadanía de todo signo. La proliferación de la despedida civil es un hecho esperanzador en la medida en que devuelve al humano un poder durante milenios delegado. La despedida civil puede restar luto al acto, puede reunir otros cantos, otras reflexiones, otras formas de estar en el mundo y salir de él.
No mi adiós, ni tu adiós, no ya el del credo imperante o el de la falta de él, sino un adiós en que unos y otros nos encontremos, en el que podamos desplegar todos nuestros variados pañuelos al Viento, concitar nuestras eventuales lágrimas, nuestras fes, sobre todo nuestras esperanzas, cobren éstas el color que sean.
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