Me refiero a los abusos sexuales de menores producidos en el seno de las instituciones católicas del Estado español. No son ni 4 ni 33 en Euskadi, ni 58 en Navarra, ni 1246 en el Estado. Son muchos, muchísimos más, como se verá cuando se sepan. Y han de saberse.
Es difícil pensar que los directores de centros de enseñanza, superiores religiosos u obispos de cada diócesis ignoraran los hechos. Por lo tanto, es lógico pensar que la mayor parte de ellos han sido encubiertos por directores de colegios, superiores religiosos u obispos. ¿Acaso no se han regido todos ellos, prácticamente hasta hoy, por las directrices de silencio dadas hace solo 7 años (en 2015), durante el pontificado del papa actual, por Luis Ladaria, Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe?
Ahora que los hechos salen a la luz, todavía a cuentagotas, pronto llegarán en tromba, la cúpula episcopal –con honrosas excepciones– trata todavía de minimizar el daño, o de diluirlo recurriendo al infantil argumento de que la Iglesia no es la única en cometer abusos, de que también otras instituciones lo han hecho (familia, ocio, instituciones socio-culturales y deportivas…). Es una ignominia para aquella institución que se ha presentado justamente como garante supremo e infalible de la verdad y del bien, como hogar de humanidad, como modelo del Evangelio de Jesús. Es una traición a las innumerables gentes sencillas que han confiado en ella durante tantos siglos.
Pero llega la hora de la verdad. No la verdad del confesionario, de la culpa contraída merecedora de castigo ante la “ley divina”; no la verdad de la confesión del “pecado contra la castidad” ante un sacerdote y de su absolución en nombre de “Dios”, como si “Dios” fuera la única víctima; no la verdad de la recuperación de la misericordia de lo alto y de la liberación de la angustia hasta la próxima ocasión; no la verdad de la penitencia privada y secreta, y de un discreto traslado del “pecador” tal vez, hasta que la historia se repita allí donde esté, para desgracia de sus pobres víctimas. Esas verdades de la vieja teología del pecado y del perdón, las verdades del sistema penitencial católico en su conjunto, constituyen una gran mentira. Y esa mentira neurotizante cuajada de condena y represión de la sexualidad, de inmadurez, narcisismo y angustia explica en parte muchas de las conductas de abuso sexual contra menores o mayores de edad.
La mentira no libera. “La verdad os hará libres”, dijo Jesús. Lo dicen todas las ciencias psicológicas y sociológicas. Las víctimas, los victimarios, tú y yo, la sociedad en su conjunto –todos formamos un cuerpo– solo seremos libres cuando reconozcamos la verdad: la verdad del daño infligido, del sufrimiento padecido; la verdad de tantos dramas íntimos, del dolor y de su alcance, de la humillación y de la vergüenza vitalicia en muchos casos.
Investíguense, pues. Y que en ningún caso la investigación esté controlada o dirigida por eclesiásticos. Y que todos los casos que están siendo juzgados por la Iglesia pasen a la jurisdicción civil, para que la verdad salga a la luz más libremente, para que todas las víctimas recuperen en lo posible la paz y el gozo de vivir. Y también para que los presuntos victimarios puedan defenderse mejor, también para eso.
Que queramos y busquemos todos, no la cruel verdad del morbo y del ensañamiento mediático, del resentimiento, el castigo y la venganza, sino la verdad que libera, la verdad que cree, la verdad que cura: a la víctima primero, pero luego al victimario y también a la institución eclesial con todos sus silencios, sus prácticas encubridoras y sus profundas falsedades sistémicas.
José Arregi
Aizarna, 18 de febrero de 2022
www.josearregi.com
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