FE ADULTA
5.- De Jesús que se arrodilla ante el ser humano a Cristo ante quien toda rodilla se dobla
Nunca olvidaré la sacudida que sufrí cuando tomé conciencia de que el evangelio de Juan ni siquiera mencionaba la institución de la eucaristía en la última cena. En su lugar, el evangelio más espiritual, más místicos, más esotérico, narraba el lavatorio de los pies a los discípulos.
Lo que hizo Jesús allí es el mayor signo de humanidad que podríamos imaginar. Es su más profundo mensaje en estado puro. Ningún otro relato del NT nos lleva más lejos hasta la profundidad del ser de Jesús. El mismo evangelio pone en boca de Jesús estas palabras: “lo mismo debéis hacer vosotros”.
No hay expresión más profunda del espíritu de Jesús que una actitud de servicio total y sin límites a los demás. Hemos retorcido el mensaje cuando ponemos como actitud suprema del cristiano el arrodillarnos ante el Cristo glorioso. Al sublimar la adoración hemos olvidado el verdadero mensaje del evangelio y nos hemos quedado tan achos.
¿Por qué hemos puesto tanto énfasis en la gloria? Porque nuestro falso yo busca siempre esa supremacía sobre los demás. El ego no puede subsistir si no se ve potenciado por el reconocimiento de los demás (poder y la gloria). Por eso es tan difícil entrar en la dinámica del evangelio. El mensaje de Jesús es precisamente lo contrario: deshacerte y ponerte siempre al servicio de los demás.
6.- De Jesús que come con los pobres a Cristo comido en rito sagrado
Los evangelios dejan muy claro que Jesús se relacionó con los marginados de todo género. En aquella época la forma de relación más entrañable era el compartir la comida. Hasta tal punto fue notoria esta actitud que los fariseos le acusan de comilón y borracho, amigos de publicanos y prostitutas. Para los fariseos, mantenerse al margen de los marginados era un signo de acercamiento a Dios, porque creían que ellos eran rechazados por Dios.
En las últimas décadas se han hecho estudios muy interesantes sobre las comidas de Jesús. Las conclusiones a las que se ha llegado son reveladoras. Se trata de una de las características más destacada de su vida pública. Sin esa comensalidad con los más pobre, es imposible entender a Jesús.
Que encontremos en los evangelios seis multiplicaciones de los panes y peces, debía hacernos pensar. Organizar comidas comunitarias fue su norma de su vida, donde se manifiesta su talante. Pero más importante que aportar comida fue despertar en la gente la necesidad de compartir lo que cada uno tenía.
En aquella sociedad, el comer era la preocupación más importante de la inmensa mayoría de los humanos. El garantizar la comida diaria era la obsesión de todo padre de familia. Dar de comer al que no tiene nada para superar el hambre es la mejor muestra de preocupación y cercanía.
La interpretación de la última cena como sacramento eucarístico deforma drásticamente la interpretación de sus comidas. El compartir la comida con los que no tenían nada, fue una actitud fundamental sin la cual no se puede entender el mensaje de Jesús.
No sabemos lo que pasó en la última cena. El repartir el pan y la copa de vino era un rito que se repetía en todas las comidas importantes, sobre todo en la cena pascual. Podemos estar seguros que Jesús realizó ese rito, pero no podemos estar seguros del significado que quiso dar a esos gestos.
Si sabemos que las primeras comunidades se reunían para comer juntos. Cada uno llevaba lo que tenía y el que no tenía más que hambre la llevaba para saciarse. Ese compartir todo con los pobre o entre pobres, es lo que más llamó la atención entre los que no eran cristianos.
Celebrar la eucaristía como rito sagrado, en el que comiendo a Jesús alimento mi vida espiritual es una tergiversación de lo acontecido en la última cena. Celebrar la eucaristía sin que me comprometa a compartir con los demás es un garabato que no me enriquece en nada.
Lo que me hace cristiano no es el partir el pan eucarístico, sino el partirme y repartirme para que los demás me coman. Dejarse comer para dar Vida a los demás es el verdadero mensaje de Jesús. Está sin estrenar.
7.- Del Jesús que no vino a ser servido al Cristo al que hay que servir
Una y otra vez repiten los evangelios con palabras y hechos, que Jesús no había venido a ser servido sino a servir. Fue esta postura tan contraria al sentir de sus seguidores que Jesús tuvo que hacérselo ver incluso con críticas muy fuertes contra los que querían ser más que los demás.
El lavatorio de los pies a los apóstoles narrada por Juan en la última cena es el paradigma de este mensaje. Pedro no está de acuerdo con que su Jefe se humille. No entraba en la concepción que ellos tenían del Mesías.
Incluso una vez aceptada esa enseñanza de Jesús, el subconsciente humano lo interpreto como una estrategia para alcanzar mayor gloria. Si, debemos servir a los demás, pero esperando que nos lo paguen con creces, si no es aquí abajo, en el más allá y para toda la eternidad.
El haber hecho de Jesús el Señor al que hay que servir a cualquier precio, indica la capacidad de tergiversación de la realidad que tenemos los humanos cuando esa realidad no está de acuerdo con nuestros prejuicios. No, no tenemos que servir a Jesús, tenemos que ponernos al servicio de todos como hizo él.
Todo lenguaje que tenga como objetivo glorificar a Jesús está fuera del contexto del mensaje evangélico. Ni rey de los judíos ni rey de los cristianos, mucho menos rey del universo. Toda esa mitología, entendida de manera literal, aleja a Jesús de su verdadero ser humano. Esa deshumanización tiene consecuencias nefastas a la hora de aceptar su mensaje y de querer vivirlo como él lo vivió.
8.- Del hijo del hombre al Hijo de Dios
Según los evangelios el único título que se dio a sí mismo Jesús fue el de ‘hijo del hombre’, que según los exegetas quiere decir fulano de tal, este hombre. Es verdad que se alude al libro de Daniel para dar otro sentido más profundo al título, pero no es seguro ni siquiera probable que Jesús estuviera pensando en esa figura celestial.
Jesús se sintió hombre normal, concreto, enraizado en una familia, en un pueblo, en una religión que le permitió desplegar todo lo humano que había en él. No tiene sentido preguntarse si se sintió Hijo de Dios en el sentido que después le dieron los concilios a esa expresión. No podía pasar por la cabeza de un judío la idea de equipararse con Dios.
Es curioso que en un concilio se definiera primero que era Dios y luego en otro concilio, veinte años después, tuvieron que definir que era hombre. Esa separación de lo divino y de lo humano sigue trayéndonos por el camino del despiste. Jesús ni fue antes humano que divino ni fue antes divino que humano. Todo lo que hay de divino en Jesús está en su humanidad.
Cuando decimos que Jesús es Dios, ¿qué queremos decir? ¿Acaso sabemos lo que es Dios? Pero lo mismo pasaría si lo definimos como hombre. El ser humano no es una realidad acabada y definida. Se está haciendo siempre y nunca llega a su plenitud. Decir hombre es decir algo que se está construyendo. Pensad en el chorro de un surtidor, es una realidad solo mientras el agua está fluyendo. No podremos saber lo que es Jesús más que en la medida que nosotros mismos hayamos realizado nuestra humanidad. Las teorías no sirven de nada. Todo lo que podemos aprender de Jesús no tiene nada que ver con lo que fue en realidad.
Es verdad que hay una rica tradición bíblica sobre la expresión “Hijo de Dios”, pero en ningún caso quiere decir un descendiente de la divinidad como se entendía en la inmensa mayoría de las religiones anteriores. Para los judíos quería decir un ser humano que hacía la voluntad de Dios. Para esa tarea se le ungía y con esa ceremonia quedaba capacitado para la misión sobrehumana de actuar como Dios. Esta persona quedaba constituida en Mesías. El rey y el sumo sacerdote eran los ejemplos más comunes a los que la Biblia llama hijos de Dios.
En la interpretación de esta fórmula (hijo de Dios) por los teólogos, fue donde se dio el mayor patinazo de la teología grecorromana. Se pasó, sin ningún fundamento, de determinar una misión de la persona a una constitución entitativa y esencial, cosa que a un buen judío no podía pasarle por la cabeza. La cultura griega si estaba acostumbrada a manejar el concepto de hijo de un dios en sentido literal.
Podemos seguir hablando de Jesús hijo de Dios sin ningún problema, pero con tal de no caer en la trampa de la teología de los primeros concilios. Jesús es hijo de Dios porque su alimento fue hacer la voluntad del Padre. Para entenderlo bien debemos aceptar que todos somos hijos de Dios con la misma obligación de salir al padre y cumplir la voluntad de Dios, no venida de fuera a través de unas leyes sino grabada a fuego en lo más hondo de nuestro ser.
9.- Del Jesús fracasado al cristo glorificado
La misión de Jesús fue un rotundo fracaso. No consiguió que entendieran su mensaje y a la hora de la muerte se sintió más solo que la una. Ni siquiera sus seguidores más íntimos entendieron la esencia de su predicación. Esto lo dicen, aunque veladamente, todos los evangelios.
La gente respondió con entusiasmo a las acciones de Jesús que suponían la superación de sus limitaciones físicas y síquicas, pero no quiso saber nada de su verdadero mensaje, que era el amor al prójimo, la preocupación y entrega a los demás. Cuando les anunció su muerte violenta, Pedro le increpó severamente diciéndole: ni hablar, Señor, eso no puede pasarte.
Al Papa Francisco lo llamaron de todo, hasta blasfemo, por decir que la muerte de Jesús fue un rotundo fracaso. La intención de Jesús fue liberar a la gente de todo aquello que le impedía alcanzar su plenitud. Intentó liberarles de la opresión que suponía una manera de entender su religión que en vez de liberar esclavizaba. Intentó liberarles de todos los complejos que su religión inoculaba en la gente sencilla, haciéndoles creer que eran todos pecadores y rechazados por Dios.
Intentó hacerles ver que la esencia de toda religión no era respetar y adorar a Dios, cumpliendo escrupulosamente sus órdenes sino ponerse al servicio de los demás y tratarlos a todos como verdaderos hermanos. No consiguió ninguno de sus objetivos, luego fracasó con todas la de la ley. Ellos esperaban un Mesías que resolviera todos sus problemas y esas expectativas no se cumplieron es absoluto.
Esta incomprensión del pueblo judío, incluso de los que le siguieron, no debe extrañarnos. Vivió y predicó el don absoluto de sí y el servicio a los demás sin limitaciones y sin esperar nada a cambio. Esto es más de lo que nuestra condición de seres biológicos puede aceptar. Arrastrados por una inercia de cuatro mil quinientos años de evolución, seguimos anteponiendo la seguridad de nuestro ego personal y nuestra supervivencia individual por encima de todo.
Hasta tal punto estamos enfrascados en esta dinámica que la tergiversación del mensaje de Jesús nace de lo más profundo de nuestro subconsciente para terminar dejándonos llevar por los instintos y asegurar lo que nos interesa. Sus seguidores nunca aceptaron la cruz hasta que le dieron el sentido de estrategia y condición indispensable para entrar en la gloria. En ese instante se empezó a dar a la cruz valor supremo y señal de la glorificación de Jesús y nuestra.
Para conseguir ese objetivo no dudaron los primeros cristianos en meter a Jesús en la dinámica de la gloria y proponer todo lo que nos pidió como un condicionante para conseguir lo que de verdad buscamos. En el episodio de los discípulos de Emaús, Jesús les dice: ¿no era necesario que el Mesías sufriera todo esto para entrar en su gloria? Ahí tenemos ya una interpretación utilitaria de la pasión y muerte de Jesús. Un Jesús que no responda a nuestra expectativas egoístas no nos interesa.
Lo que todos buscamos en la religión y en la fe en cristo es que nos libere de nuestras limitaciones materiales, sicológicas y espirituales. Esta actitud está en contra del mensaje de Jesús que ni vino a sacarnos las castañas del fuego ni a prometer que Dios nos las sacaría. Jesús vino a decirnos que la plenitud no está en tener mejor salud sino en entregarse al servicio de los demás sin esperar nada a cambio.
A ver si lo entendemos de una vez, no necesitamos ningún Jesús glorificado para que ponga su gloria a nuestro servicio. Su única gloria fue identificarse con su Dios y hacerlo presente en el servicio y entrega total a los demás. Hemos colmado de gloria a Jesús porque es lo único que a nosotros nos interesa. El mensaje de Jesús está sin estrenar porque seguimos sin aceptar que estamos aquí para deshacernos en beneficio de los demás.
10.- Del Abba a la Trinidad
Este paso es sin duda en más espectacular. Resume todo el cambio ideológico que se operó en los primeros siglos del cristianismo. El afán de los primeros teólogos griegos en meter en conceptos filosóficos el mensaje del evangelio nos ha despistado hasta ahora mismo. La teología es una ciencia absurda en sí misma. De Dios no podemos decir ni media palabra con propiedad.
Para un judío, Dios era el trascendente, el innombrable, el señor omnipotente ante quien había que manifestar sobre todo respeto y sumisión. Tomar como principios teológicos los episodios del evangelio no tiene ni pies ni cabeza. El lenguaje de los evangelios es vitalista, simbólico, mítico, convertirlo en fundamento de un lenguaje teológico que pretende ser científico, es simplemente disparatado. Lo que significaba Hijo de Dios para un judío no tiene nada que ver con lo que entendieron los teólogos griegos.
Es importante que tomemos conciencia de la originalidad de Jesús, que fue capaz de dar un salto en el vacío y llamar a Dios ‘papa’. El salto fue tan descomunal que ni siquiera después de veinte siglos hemos sido capaces de asimilarlo. Seguimos pensando en el Dios todopoderoso y eterno, en el Dios que premia y castiga, en el Dios que exige vasallaje y obediencia absoluta. Todo lo contrario de lo que significa el Abba.
Es verdad que la palabra ‘Abba’ en arameo aparece una sola vez en los evangelios, pero lo hace con tal rotundidad que los exegetas aceptan sin problemas que es una de las pocas palabras que podemos asegurar utilizó Jesús (ipssisma verba Jesu). Pero podemos suponer que la mayoría de las veces que aparece la palabra ‘Padre’ en los evangelios, es la traducción de ese vocablo arameo. Por lo tanto es el nombre que con mayor frecuencia utiliza Jesús para dirigirse a Dios. Pero él dijo también: mi Padre y vuestro Padre, mi Dios y vuestro Dios.
Que hablara de Dios como su Abba, es sin duda la característica suprema de la idea de Dios que Jesús vivió. Podría traducirse como ‘Padre querido’, ‘papá’, papaíto. Demuestra una familiaridad y cercanía tal que es imposible comprender para los simples mortales. Mucho menos para la idea de Dios que tenían lo judíos de su época: el trascendente, el omnipotente, el creador, el dueño y Señor de todo.
Al interpretar esa manera de hablar de Dios como si fuera un Hijo engendrado, nos da idea del esfuerzo que hemos hecho los humanos para no comprometernos con la vivencia que Jesús expresaba con ese lenguaje. La puntilla final la dimos con la idea de que Jesús no podía ser hijo de José porque era Hijo de Dios.
La explicación de Dios como Trinidad es un intento sobrehumano de explicar lo inexplicable. Tal vez fue oportuno en el siglo cuarto, utilizar los conceptos de la filosofía griega para intentar hablar del misterio, pero la verdad es que hoy los conceptos de ‘persona’, ‘naturaleza’, ‘sustancia’, etc. no nos dicen nada y la Trinidad sigue sumida en el misterio más absoluto.
Que sean tres personas separadas nunca se ha enseñado por la teología, pero la realidad es que la gente sencilla 8y muchos teólogos) sigue pensado que el Padre está en el cielo gobernándolo todo, que el Hijo vino a salvarnos y se volvió a reunir con su Padre y que el Espíritu Santo sigue por ahí haciendo de las suyas en los creyentes. La teología dice con toda claridad que la diferencia entre las tres personas es solo “ad intra”, es decir cuando se relacionan entre ellas. En sus relaciones con la creación “ad extra” actúan siempre como uno.
Todo el lenguaje litúrgico nos está metiendo por un callejón sin salida. A las personas no se les puede aplicar ningún artículo, ni determinado ni indeterminado. Tampoco se puede decir que nos dirigimos al Padre por medio del Hijo. Menos aún que tenemos que pedir al Espíritu Santo que haga esto o lo otro. La mayoría de las oraciones de la liturgia comienzan: “Dios todo poderoso y eterno” y terminad: “por Jesucristo Nuestro Señor”. Este lenguaje no tiene sentido real alguno.
EPÍLOGO
Ni Dios tiene que hacerse hombre ni Jesús tiene que hacerse Dios
Esta conclusión pretende poner en su sitio el discurso sobre la encarnación. El mito de la encarnación es la clave de nuestra religión, pero debemos descubrir la Realidad a la que apunta con palabras humanas, no debemos quedarnos mirando al dedo y entenderlas literalmente. Ni Dios tiene que encarnarse ni Jesús hombre tiene que hacerse Dios.
Dios nunca está separado del hombre. Dios y hombre no son dos realidades sino la misma moneda con dos caras. Meremos el ejemplo de la vida biológica. Nunca os encontraréis con la vida danzando por ahí. La vida se desarrolla siempre en un ser concreto que se manifiesta como vivo. L mismo Dios, no lo encontraremos como algo separado, sino empapando todas las criaturas.
Dios no está fuera de ninguna realidad material o espiritual sino identificado con ellas como su base y fundamento. Nada de lo que existe puede estar separado de Dios. Si pudiéramos quitar de cualquier realidad lo que hay de Dios, no quedaría nada. No tiene ningún sentido una acción puntual de Dios para hacerse uno con alguna criatura porque ya lo es desde antes de que esa criaturas existiera.
Tampoco tiene sentido convertir a una criatura en Dios, porque en el fondo ya lo es. Cuando Jesús dijo: yo y el Padre somos uno, no lo decía como segunda persona de la Trinidad sino como ser humano que había tomado conciencia de lo que Dios era en él. Jesús tomó conciencia de que Dios era Todo para todos y que cada ser humano puede vivir esa realidad que le traslada desde la contingencia que experimenta a diario a lo absoluto que también está en él.
Dios no se puede encarnar porque no tiene actos puntuales. En Dios el ser y el obrar son la misma realidad. Dios todo lo que hace lo es. Si decimos que se encarnó, utilizando nuestra manera de hablar, estamos diciendo que dios es encarnación. Dios se está encarnando siempre y en todo.
Esta realidad es incomprensible para nuestra racionalidad, por eso se intentó expresarla en el mito de la encarnación. Está bien que mantengamos ese lenguaje porque no tenemos otro, pero sin caer en la trampa de darle valor literal y objetivo. Seguir creyendo que hay un dios en alguna parte que engendró a un hijo físicamente es una monstruosidad. Entendido como mito nos puede ayudar a descubrir la más profunda realidad de Jesús.
Esta verdad es la mejor respuesta a todos los contrastes que hemos analizado. Hemos convertido a Jesús en un ser único e irrepetible y de esta manera lo hemos alejado de nosotros hasta el infinito. No, no tenemos que verlo como algo inalcanzable sino como el ejemplo que tenemos que imitar para dar pleno sentido a nuestra existencia. Lo que él vivió debemos vivirlo también nosotros. Jesús no debe ser objeto de nuestra adoración sino el modelo a imitar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario