El pais, 16 MAY 2021 - 05:30 CEST
'El columpio', de Renoir (1876).
Comparto con Renoir la fascinación por la luz filtrada entre los árboles, y admiro el talento y esfuerzo que dedicó a capturarla en su célebre Bal du moulin de la Galette, un fiestón celebrado en 1876 en un merendero de Montmartre que ahora nos daría envidia a todas las generaciones pandémicas. Como en La balançoire, otro cuadro de ese mismo año, la luz aparece proyectada sobre la gente y sobre el suelo como una salpicadura de círculos de claridad sobre un fondo de sombra ambigua. Cada uno de esos círculos es el Sol. Tuve la suerte de percibirlo durante la primera fase de un eclipse, cuando cada circulito de luz mostraba un mordisco en su flanco derecho, la sombra de la luna que se iba interponiendo entre nosotros y nuestra estrella. Siempre da gusto que las cosas encajen, pero ¿en qué sentido eso ayuda a entenderlas?
Dejemos pasar el eclipse, sentémonos debajo del árbol y miremos a su copa. Grandes ramas que se bifurcan en ramas menores que se dividen en ramitas, todas con la misma geometría, de modo que te da igual mirar al árbol entero que al último de sus brotes, porque siempre tiene la misma forma. Ese tipo de estructuras autosemejantes, o fractales, son comunes en la biología, porque se generan mediante un algoritmo repetitivo de crecimiento y generación de patrones que es inmensamente económico en información. Con repetir lo mismo 40 veces has hecho un árbol con cuatro genes. Parece la obra de un ingeniero muy hábil, y lo es, así que ¿da eso sentido a nuestra vida? No, porque el ingeniero se llama evolución, y genera diseños sin necesidad de un diseñador. Por más que avance, la biología es una improbable fuente de trascendencia. Para la evolución biológica, un ser humano no tiene más propósito que un árbol o que un virus. Creced y multiplicaos.
Pero la madre de todas las ciencias, la física, tiene aspiraciones más ambiciosas, casi teológicas. Es curioso, porque es esta ciencia la que, desde tiempos de Copérnico, nos ha expulsado del paraíso con saña y perseverancia. Ni la Tierra es el centro del Sistema Solar, ni el Sistema Solar es todo cuanto existe, ni la Vía Láctea tiene nada de especial en este cosmos abrumadoramente grande y preñado de galaxias como la nuestra. En el último siglo y medio, mientras los creacionistas se empeñaban en refutar a Darwin, la física les estaba lanzando los verdaderos torpedos en la línea de flotación. Si el mundo no ha sido creado para nosotros, las religiones se diluyen en este cosmos inabarcable donde pierde fuelle el negocio de la malversación de almas y el tráfico de vidas eternas.
Entre los físicos actuales, los más platónicos son seguramente los teóricos de cuerdas.
Pero el caso es que los físicos teóricos han vuelto a la arena teológica. Es lógico, puesto que su área de conocimiento está invadiendo el territorio tradicional de la clerigalla. ¿Por qué hay algo en lugar de nada? ¿Por qué el universo es comprensible? ¿Tenía Dios alguna opción al crear el mundo? Las dos últimas preguntas, por cierto, son de Einstein, que no creía en el Dios de los teólogos, pero sí en el de Spinoza: el que se revela en la armonía de todo lo que existe. Esta es la única religión de los científicos, la que sostiene que el mundo alberga regularidades ocultas, pautas simples y elegantes bajo su apariencia incognoscible. Los científicos estudian la naturaleza porque están convencidos de que hay algo que entender ahí abajo, en su lógica profunda. Una idea que podría suscribir Platón.
Entre los físicos actuales, los más platónicos son seguramente los teóricos de cuerdas. Proponen que los componentes básicos de la materia no son puntos, sino cuerdas que pueden vibrar a distintas frecuencias. Cada forma de vibración es una partícula elemental, como un quark o un electrón. Uno de los teóricos de cuerdas más destacados, Michio Kaku, lo describe con una metáfora: “Las leyes de la física se reducen a las armonías de esas cuerdas; la química son las melodías que se pueden tocar sobre ellas; el universo es una sinfonía, y la mente de Dios es música cósmica que resuena por el espaciotiempo”. Ese vuelve a ser el Dios de Einstein y Spinoza, el que se revela en la armonía de todas las cosas. El Dios de los científicos.
La teoría de cuerdas tiene críticas serias dentro de la ciencia. Todo el mundo admite que es una arquitectura matemática asombrosa y autoconsistente, pero ahora mismo no se puede someter a prueba, y por tanto es más una filosofía que una ciencia. Pero dos generaciones de físicos brillantes le han dedicado su vida, y están seguros de que les puede conducir a la unificación final que abarque toda la física, la ecuación que escribió el Dios de Spinoza para crear el mundo. Es toda la teología que nos queda.
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