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miércoles, 11 de diciembre de 2019

CRISPACIÓN ENDÉMICA. DEONTOLOGÍA POLÍTICA


col ramon hdez
(Me complace que la reflexión coincida con la celebración litúrgica de la “sin pecado”, la que no se equivocó, la que actuó sin egoísmo ni interés, la que fue fiel servidora y realzó la dignidad y la condición femenina de toda mujer).
La crispación es rasgo sobresaliente de la sociedad española, siempre tan convulsa y bullanguera. Cuesta creerlo, pues, siendo el nuestro un país de climatología tolerable, sin inviernos gélidos ni veranos tórridos, con primaveras deliciosas y otoños de ensueño, y, aunque no rico, sí de recursos suficientes para llevar una vida sin austeridades oprimentes, uno no ve razones objetivas para que los españoles tengamos que estar siempre tan encabronados y enfrentados.
¿Qué nos ocurre para que en el reciente pasado nos hayamos linchado unos a otros y hoy, olvidadas las penalidades de nuestra infausta guerra fratricida, nos enzarcemos en trifulcas verbales que, remedando tan fatídicos tiempos, nos tientan a repartir mamporros? Parece que no somos felices, a pesar de tener un país de envidia por su benignidad climática y por su forma desinhibida de entender la vida.  Algo extraño hay en nuestras cabezas, pues, viviendo en el paraíso, nos enrocamos en el infierno.
Gobierno y oposición, no dos Españas
Es preocupante que en el pasado se haya hablado tanto de dos Españas y que hoy se resucite un lenguaje y se practique una política que certifican la división radical y envenenan las relaciones sociales. Durante largos años de niebla hemos asistido impotentes al fenómeno de unos españoles, orgullosos por vencedores, y de otros, aherrojados al ostracismo por vencidos. La victoria de quienes ganaron la contienda civil no fue ni generosa ni integradora y la derrota de quienes la perdieron, en vez de aleccionar, gestó ínfulas de venganza. Superada tan oscura etapa y acometida una transición modélica, calificada de milagrosa, enseguida hemos vuelto a las andadas, a enfrentamientos que por fortuna no han sobrepasado todavía las palabras, y ¡ojalá no lo hagan nunca!
No se entiende que, en nuestro tiempo, cuando las ideologías fenecen en pro de la mejora de la vida, los españoles sigamos jugando incansables a las dos Españas irreconciliables. A nivel político, es lo que demuestran las trifulcas permanentes entre el gobierno y sus adláteres y la oposición y sus afines, emperrados todos en gritar que sus oponentes son incapaces e indignos de ejercer la función institucional que las urnas les asignan. 
Sabiendo que ambos polos son necesarios para la buena marcha democrática de la nación, no se entiende un enfrentamiento tan radical. A tenor de mis rudimentarias verdades de Perogrullo y de mi condición de hombre de la calle, pienso que lo propio de un gobierno es administrar la nación, sacándole el mayor provecho posible al presupuesto al que con tanto sacrificio contribuyen los ciudadanos, único cometido al que debe dedicar todas sus fuerzas. Paralelamente, la oposición debe limitarse a denunciar los errores del gobierno y las actuaciones que persigan intereses bastardos en pro de una mejor política, y, sin sobredimensionar su papel, convencer a los ciudadanos de que, cuando llegue el momento de votar, estará en condiciones de administrar mejor la nación.
Tengo la impresión de que al gobierno y a la oposición les importa poco o nada el beneficio del pueblo a juzgar por lo enzarzados que andan en una pugna estéril en la que el primero descalifica a la segunda hasta el punto de pretender convencer a los ciudadanos de su radical incapacidad para ser alternativa, mientras que la segunda se empeña en tumbar al primero por considerarlo incapaz, a su vez, de gobernar la nación.
Gallos de pelea
En otras palabras, es como si los españoles, en vez de elegir un gobierno y una oposición, hubiéramos seleccionado dos gallos de pelea para que nos ofrezcan un espectáculo circense encarnizado. En vez de valorar las ideas y las propuestas programáticas de nuestros políticos, aplaudimos embobados el ingenio ramplón que exhiben en sus edulcorados insultos y coreamos a quien acorrale o silencie más a su contrincante.   ¿Tiene algún sentido e interés que un político “gane” un debate dialéctico? ¿Estamos acaso conformes con que los políticos, que nos cuestan una fortuna, se comporten como vulgares bufones?
No es de extrañar, hablando en serio, que muchos españoles consideren a sus políticos como parte importante del gran problema que padecen estando, como están, los mejor posicionados para resolverlo.
Juramento “hipocrático”
Urge enfocar las perspectivas y adoptar procedimientos fructíferos. La mejor apología de un gobierno es gobernar como es debido, alcanzar el mayor nivel de vida de los ciudadanos al menor costo posible, es decir, que la acción de gobernar sea rentable para el pueblo. Solo con esta vara se debería medir a los candidatos en las elecciones, tanto a los que ganen para gobernar como a los que les toque oponerse a los desvíos y desmanes del gobierno. Todo lo demás es teatro y circo, banal demagogia para embobar a ciudadanos crédulos, acríticos, o, peor aún, vulgar camuflaje de intereses inconfesables. Hablo de la necesidad de idear una especie de “juramento hipocrático”, inspirado por la deontología del sentido común político. Los políticos que son una sobrecarga para la nación deberían sonrojarse al mirarse en ese espejo.
Si la nación española está crispada y los españoles, además de perder nivel de vida, andamos hoy a la greña, se lo debemos a una clase política que, olvidando sus deberes de gobernar y de hacer oposición como Dios manda, se dedican a defender intereses completamente ajenos a todo aquello para lo que los ciudadanos les delegan su representación. La tensión que hoy se detecta en España, salvo la derivada de la inquietud y del esfuerzo de vivir, proviene del deterioro de los políticos españoles.
De hacer un juicio de valor, al que no debo negarme como ciudadano paciente (de padecer y de paciencia), no puedo evitar una amarga descalificación, una honda decepción, debido a que ni el gobierno ni la oposición actuales están a la altura de la difícil situación que atraviesa el pueblo español. Por ello, en un ejercicio de franqueza y lealtad, les diría a los políticos que pudieran oírme que se esfuercen en cumplir honrosamente sus cometidos. Ello requiere que se olviden de insultos y de florituras literarias, tan propias de diletantes, y que desarticulen la casta privilegiada tras la que se atrincheran, tan propia de corruptos. Deben enriquecer la nación en vez de esquilmarla. Si no renunciar a sus privilegios y de continuar con sus trifulcas y vituperios, lo mejor sería que se encerraran en estancias insonorizadas para picotearse y despellejarse a capricho, sin que los ciudadanos tengamos que soportar el denigrante espectáculo, de tan mal gusto, de sus berrinches y vendettas de adolescentes, y, lo que es mucho peor, sin que tengamos que escandalizarnos por sus opulencias en tiempos de austeridad.
Es hora de mirar a nuestro pasado con ojos críticos para darnos cuenta de que enfrentarnos unos a otros, tal como hicieron nuestros padres en una infausta guerra fratricida, solo demuestra que seguimos siendo adolescentes problemáticos. “Quousque tandem abutere patientia nostra!”. La Inmaculada que celebramos es ejemplo claro de mesura, fraternidad y concordia.

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