José Arregi
“Vamos a Belén”, se dijeron los pastores, entre animosos y turbados, según el relato del evangelio de Lucas. Es de noche y están a la intemperie, las ovejas que cuidan a turnos no son de su propiedad, el pan de mañana para sus hijos es incierto. De pronto la noche se ilumina, irrumpe la voz de un ángel, el Fondo mejor del corazón de la vida. “No temáis. En Belén os ha nacido el mesías liberador”. Y allí se encaminan.
Bellísimo relato, cuya verdad no hemos de buscar en el hecho histórico, sino en la metáfora. Una metáfora poética, profética, política. Inspirada y vigorosa metáfora teológica de Dios o de la Vida que ha de nacer, que hemos de gestar y cuidar.
“Vamos a Belén”, quiero decirte también yo, amiga, amigo, desde el fondo de mi alma en este día de Nochebuena, a pesar de que la aurora del sol naciente, la Natividad del único Dios verdadero, la Paz y la Liberación de todos los vivientes, parece aún tan lejano, tan incierto.
Vamos a Belén. ¿Pero a qué Belén? ¿Al antiguo Belén de Judea? ¿O al Belén de las ficciones y de las creencias? Vamos más bien a los Belenes –son tantos– de tierra y de carne que pueblan la Tierra. Son más de ciento treinta ciudades, pueblos, aldeas o lugares que se llaman Belén: de Chile a México, de Argentina a Estados Unidos, de Colombia a Costa Rica, de Venezuela al Salvador, de Uruguay a Guatemala, de Paraguay a Cuba, de Honduras a Perú, de Panamá a Ecuador, Bolivia y Brasil, de Filipinas a Indonesia, de Chequia a Guinea Ecuatorial y de Turquía a Polonia, Grecia, Portugal, España… Lugares sin fin de todos los continentes. Imágenes del verdadero Belén.
También el Belén histórico, del que hablan los evangelios, el que ha dado nombre a todos los lugares que se llaman así, es una imagen del verdadero Belén que aún no es. Los Evangelios hablan de Belén en términos proféticos, más bien que históricos, y la profecía sigue sin cumplirse: Belén sigue siendo una localidad sometida en la Cisjordania palestina ocupada por Israel. Está a 9 kilómetros de Jerusalén, que significa “ciudad de paz” pero es en realidad ciudad de violencia, de la que no hay un único responsable, pero sí un responsable mayor: el estado de Israel con su poderoso aliado, los Estados Unidos de América. Belén de Palestina con sus 25.000 habitantes, todos extranjeros en su tierra, la mitad cristianos y la otra mitad musulmanes, muchos de ellos refugiados palestinos, doblemente extranjeros. Belén rodeado, aislado más bien, por un muro inhumano erigido por el estado israelí, muro de cemento y de soldados que restringen a capricho la libertad de entrada y de salida de sus habitantes.
Belén es toda la geografía del planeta en su diversidad y paradojas, con sus dramas más terribles y con sus sueños más bellos. Es figura de todos los Belenes. Imagen de todas las injusticias y grietas del mundo. E imagen de otro mundo que hemos de engendrar, imagen del poder de lo pequeño y lo sencillo, de la bondad más fuerte, de la fe en la vida y en la humanidad a pesar de todo.
No en balde Belén significa “ciudad del pan”, del pan que falta a tantos, de tanto pan que despilfarramos, de la tristeza de la codicia, de la alegría de la comensalía, de la felicidad de la bondad y del compartir, la única felicidad verdadera. Belén es el nombre de esa ciudad futura de todos los hombres y mujeres, de todos los vivientes
.
Ése es el Belén del que nos hablan los Evangelios. Los evangelios no son crónicas de lo que alguna vez sucedió en el campo de los pastores a las afueras de Belén de Judea. Son más bien profecía de lo que hemos de hacer que suceda: que haya pan, libertad, igualdad para todos. Aunque Jesús no hubiera nacido en Belén, sino en Nazaret, como seguramente nació, y aunque María no fuera físicamente virgen y José fuera, como sin duda fue, el padre de Jesús, eso no restaría nada al mensaje evangélico ni habría de afectar en nada a la fe de los cristianos de hoy. Pues, al igual que los poemas y las profecías, los evangelios se escribieron para mover el corazón y liberar la esperanza, siempre tan amenazada. No se escribieron para contar el pasado, sino para imaginar y suscitar el futuro. Y ahí estamos, ¿o no?
Vayamos, pues. Delante del Belén de nuestra casa, quiero inclinarme ante el niño Jesús – profecía de la humanidad– como María y José. Y volver a soñar, y que el sueño me impulse a construir el Belén de un futuro mucho mejor para todos.
(Publicado en DEIA y en los Diarios del Grupo NOTICIAS el 24 de diciembre de 2017
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