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martes, 28 de noviembre de 2017

Mi papá es un cura célibe


Pepe Mallo

Enviado a la página web de Redes Cristianas

Curas casados2
Dos noticias difundidas en Religión Digital me han llamado poderosamente la atención. La una me ha dejado perplejo; la otra me ha colmado de esperanza:
– “Hijos de curas: una realidad silenciada” (8 de octubre de 2017)
– “Moceop, 40 años de andadura eclesial” (24 de octubre de 2017)



Siempre ha habido hijos de curas
Pocas veces han sido noticia, pero siempre ha habido hijos de curas. Desde el comienzo de la historia de la Iglesia. No se mencionan los hijos de los apóstoles; pero, si estaban casados, se supone que los tenían. Jesús nunca impuso el celibato, aunque él se mantuviera célibe. En los primeros tiempos, los obispos, presbíteros y diáconos se guiaban por la ley natural, o sea, se casaban. Es más, en carta a Timoteo, Pablo traza el perfil arquetipo del obispo y el diácono: “Marido de una sola mujer…”(1Tim.3,1-13). El celibato no llegó hasta varios siglos después y fue, con mayor o menor frecuencia, incumplido por sacerdotes de toda índole, desde los más humildes hasta algunos Papas. En épocas no muy lejanas se chismorreaba sobre el “ama” y los “sobrinos” del párroco. Así lo intuyó la socarrona ironía popular: “No digas nunca `de esta agua no beberé´, ni `mi padre no es un cura´”, y aquella otra satírica definición: “Un cura es un hombre a quien todos le llaman padre menos sus hijos que le llaman tío” . Y poco habrá que investigar para intuir el origen del apellido “Del Cura”.


Víctimas desgraciadas de la Iglesia
1. La perplejidad que me ha suscitado esta noticia viene provocada por la estadística: “Casi uno de cada tres sacerdotes no cumple con el celibato, según una reciente investigación de “The Boston Globe” que aborda la difícil situación de los hijos de los clérigos. Afirma el periodista que los hijos e hijas de los sacerdotes “son las víctimas desgraciadas de una iglesia que, durante casi 900 años, ha prohibido a sus sacerdotes que se casen o tengan relaciones sexuales, pero nunca ha establecido normas respecto a lo que los curas o los obispos deben hacer cuando un clérigo es padre de un niño”.

En el presente escenario eclesial, ser hijo de un cura conlleva un amargo estigma, sobre todo cuando el padre tiene que silenciar la circunstancia de haber tenido un hijo para salvaguardar la buena imagen de la Iglesia, su propia reputación y mantener su ministerio. Algunos sacerdotes se sinceran con sus hijos; pero es infrecuente, y no pocos niños son dados en adopción y crecen sin saber la identidad de sus padres biológicos. El periodista del diario afirma: “Miles de niños hijos de curas han vivido su vida marcados por la vergüenza, el secreto, la ilegitimidad o el abandono.” Suelen crecer sin el cercano apoyo de sus padres, y con frecuencia se les presiona o se les escarnece para que guarden en secreto la existencia de esa oculta relación.

2. No menos penosa resulta la vida de mujeres que aman y son correspondidas por un cura. Mujeres enamoradas (metidas en el amor) que tienen que experimentar no la pasión del enamoramiento sino el padecimiento de la ignominia, la injusticia de la deshonra y la vergüenza de la infamia.
3. Y no es menos espinosa la situación de los sacerdotes que, sin renunciar a su ministerio, mantienen furtivas relaciones. Con alguna frecuencia las autoridades eclesiales han ayudado financieramente a la madre y al niño, pero a condición de que aquélla firme un acuerdo de confidencialidad, guardando absoluto silencio sobre la identidad del padre.


El Vaticano y algunos obispos no siguen el mismo camino
1. Ya el diario “La Stampa”, en agosto de 2009, hizo saltar el polémico tema al publicar una noticia que apuntaba a que el Vaticano estaba estudiando la posibilidad de permitir a los sacerdotes reconocer civilmente a sus hijos, darles apellido y herencia, sin que ello modificase su estado religioso ni se tomasen medidas al respecto. Dos días después, el Vaticano negaba que fuera cierto, e incluso que se hubieran tenido reuniones para analizar la cuestión.
2.- En línea opuesta, hace unos meses, los obispos irlandeses han aprobado una normativa en virtud de la cual “el bienestar del niño es primordial. El sacerdote debe asumir sus responsabilidades personales, legales, morales y financieras”. Dichas pautas buscan asegurar el bienestar de los hijos de los sacerdotes y de sus madres. A partir de esta iniciativa, parece que la Iglesia estudia que los hijos de curas puedan llevar sus apellidos. Obviamente cualquier hombre puede reconocer legalmente a un hijo; pero de hecho, en el caso del sacerdote, el asunto no resulta tan sencillo, ya que el reconocimiento oficial del hijo conlleva la aceptación pública del quebrantamiento del celibato, lo que puede acarrear medidas disciplinarias que aparten al padre del ministerio.


MOCEOP: “en salida… primerea, se involucra, acompaña, fructifican y festeja” (EG 24)
La segunda noticia me ha transmitido optimismo, ilusión y esperanza. A primeros de noviembre una de las asociaciones de sacerdotes casados, MOCEOP (Movimiento pro Celibato Opcional), ha celebrado sus cuarenta años de vida. Cuarenta años de un movimiento que surgió para defender la dignidad de unos sacerdotes excluidos de su ministerio, marginados ellos y sus familias, y para hacerles sentir, como creyentes, en comunidades parroquiales, en grupos de reflexión y en colectivos cristianos de base, la necesidad de ser cristianos y de ser iglesia de otra forma y patrocinar un vuelco en la práctica del ministerio presbiteral, reservado y acaparado por los varones célibes. Su práctica pastoral procede del Espíritu de Jesús, sin duda, y habrá que reconocerlo, para no apagar ni entristecer al Espíritu Santo (1Tes 5, 19ss; Ef 4, 30).
Y por contra, para desdeñar, humillar y desprestigiar más a estos curas, los responsables de la Iglesia insisten en encumbrar al ministerio a sacerdotes casados procedentes de otras confesiones cristianas. “Casados curas, sí; curas casados, no”. Supina incoherencia del clericalismo.


Asignatura pendiente
El celibato obligatorio continúa originando escándalos y debates tanto en el seno de la institución como fuera de ella. El sexo ha sido y sigue siendo un inmenso quebradero de cabeza para la Iglesia católica. El deseo sexual es un impulso innato de todo ser humano. Las leyes biológicas ni envejecen ni mueren. Por eso, el celibato impuesto y no vocacional, contradice a la naturaleza y suele ir acompañado de serios problemas que llegan a vulnerar la dignidad del individuo y, sobre todo, su conciencia. ¿La “consagración” sacerdotal suprime la sexualidad de la persona? ¡Cuántos sacerdotes descubren su predisposición y aptitud para el ministerio, pero no se sienten “llamados” al celibato!. Y así, viven en una angustiosa dicotomía.


El silencio de parte de la Iglesia es culpable
Desde hace largo tiempo, en este su propio blog, Rufo González viene desarrollando magistralmente este debatido y sugestivo tema del celibato sacerdotal. Merecería la pena que nuestros jerarcas leyeran y meditaran tales artículos profusamente documentados, saturados de competente discernimiento, razones y deducciones, y que luego actuaran en consecuencia.
Al principio de su pontificado, el papa Francisco dejó la puerta abierta a que los curas se pudiesen casar, pero el rechazo fue tan grande que decidió posponer la medida que sin duda cambiaría uno de los pilares más representativos del sacerdocio. El Papa no se esconde en la respuesta a la pregunta de si está dispuesto a plantear una discusión incómoda en el seno de la Iglesia: “La Iglesia católica tiene curas casados. Católicos griegos, católicos coptos, hay en el rito oriental. Porque no se debate sobre un dogma, sino sobre una regla de vida que yo aprecio mucho y que es un don para la Iglesia. Al no ser un dogma de fe, siempre está la puerta abierta”. (De momento, parece que sólo está entornada. ¿Se abrirá de par en par?)
La vida de los miles de curas casados está siendo un clamor del Espíritu de libertad evangélica. Lo creemos muchos y lo proclamamos a los cuatro vientos. El silencio de parte de la Iglesia es culpable de esta evidente y manifiesta injusticia.

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