Sensibilidad es capacidad de vibrar
Si tuviéramos que resumir en una sola palabra lo que es común a la
sensación, al sentimiento y a la emoción, esa palabra sería “vibración”.
En todos esos casos, nuestro cuerpo vibra a diferente intensidad, según
lo que se halla en juego. Un cuerpo vivo es un cuerpo vibrante, tanto
en el registro “positivo” (agradable) como en el “negativo” (doloroso);
una persona “viva” es la que se halla en contacto consciente con lo que
bulle en su interior.
Sensibilidad es, pues, capacidad de vibrar, pero esa capacidad es
deudora de la historia psicológica del sujeto, del “color” y de la
intensidad de los fenómenos que han quedado registrados en ella. Como
consecuencia de esa historia, la sensibilidad ha podido quedar
congelada/endurecida, hipersensible o armoniosamente vibrante.
Ante el sufrimiento emocional reiterado, en el niño se activa un
automático mecanismo de defensa, por el que endurece su cuerpo,
entrecorta la respiración –que pasa de ser diafragmática a torácica- y
se sitúa en la cabeza, poniendo en marcha un funcionamiento cerebral
caracterizado por la “rumiación”. En ese proceso, su sensibilidad queda
congelada o endurecida; se ha reducido, minimizado o incluso
prácticamente anulado la capacidad de sentir.
El sufrimiento emocional reiterado provoca también heridas que dejan
huella en el psiquismo, convirtiéndose en “focos” de perturbación, que
generan en la persona una hipersensibilidad exagerada o, en el otro
extremo, una sensibilidad congelada o bloqueada. En ambos casos, el
sujeto tenderá a reaccionar de una manera habitualmente desproporcionada
ante los diferentes estímulos de la vida cotidiana.
Cuando la historia afectiva del niño ha sido “sana”, la sensibilidad
se halla en condiciones favorables para poder vibrar de un modo
ajustado, reflejando adecuadamente –en el “doble registro”, placentero o
doloroso- la vivencia de la persona que, siempre en contacto con sus
sentimientos, se percibe vibrante y armoniosa.
En el estado de rigidez (o congelación), el cuerpo se encuentra
igualmente rígido y es la mente la que asume un papel protagónico. En el
de hipersensibilidad, el cuerpo participa de la misma inquietud y la
persona se vive “a flor de piel”. En ambos casos, la persona se halla
lejos de lo mejor de sí y, esclava de sus miedos y/o defensas, sufre los
vaivenes emocionales, alternando momentos de caos con otros de rigidez.
Se requiere una sensibilidad mínimamente sana y vibrante para que la
persona pueda acceder a su dimensión más profunda, donde encontrarse con
su propio centro integrador. Al anclarse en él, tanto la mente como la
sensibilidad dejan de monopolizar el funcionamiento de la persona,
situándose ambos en el lugar que les corresponde dentro del conjunto
unificado del psiquismo humano.
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