José M. Castillo, teólogo
Hace pocos días, se ha sabido que la Sra. Marie Collins, irlandesa, ha abandonado el Vaticano donde colaboraba con la Comisión Antipederastia, presidida por el cardenal O’Malley. El motivo de este abandono ha sido que Marie Collins, ha encontrado continuas resistencias, dentro del mismo Vaticano, para defender a las víctimas de abusos sexuales por parte de clérigos pervertidos. Una de tales víctimas, había sido la misma señora Collins de la que abusó un cura cuando era una chiquilla de menos de diez años. Además, todo este asunto se ha producido con un agravante: lo más escandaloso está en que las resistencias, para que se acabe con estos abusos y se castigue a los culpables, vienen de donde menos nos podíamos imaginar, del Santo Oficio. Esto es lo que, en estos días circula por los medios de comunicación.
Si esto, efectivamente, es así, ¿cómo es posible que el Santo Oficio, cuya misión y razón de ser consiste en vigilar por la rectitud de la Doctrina de la Fe y de la vida cristina, se dedique ahora a poner dificultades a una Comisión, organizada por el papa, en un asunto tan grave y tan escandaloso, como es el abuso sexual de menores, sobre todo cuando ese abuso es cometido por “hombres de Iglesia”?
Me resisto a creer que la Congregación parta la Doctrina de la Fe tenga y ampare entre sus funcionarios a individuos tan indeseables, como serían quienes se empeñan en que los delitos y pecados más vergonzosos se puedan cometer impunemente en la Iglesia. Y si es que el Santo Oficio permite que, dentro de él mismo, haya sujetos tan desvergonzados, que no me cabe en la cabeza que eso se esté haciendo porque en el Vaticano haya ahora mismo sujetos con tan poca vergüenza que se dediquen a hacer lo contrario de lo que tendrían que hacer.
Entonces, ¿por qué ocurren estas cosas en la Curia Vaticana? Es cuestión de poder. Se sabe que hay cardenales y obispos que no ocultan su resistencia al papa Francisco. Pero esta resistencia no es por motivos de fe. Nadie ha podido acusar al papa Francisco de desviarse de la Fe “divina y católica”, como quedó definida en el concilio Vaticano I, en 1878, (DH 3011). La resistencia se debe a desacuerdos en el modo de ejercer el papado. Francisco es un hombre sencillo, cercano al sufrimiento de la gente, poco clerical y espontáneo. Ante un papa así, ha cundido el desconcierto. Y la consiguiente resistencia.
¿Dónde está el fondo del asunto? No está en que en el Santo Oficio estén de acuerdo con los pederastas y sus repugnantes crímenes. Lo que el Santo Oficio no quiere es que eso lo resuelva una “comisión” en la que cabe, por ejemplo, una señora venida de Irlanda. No, en estos asuntos, por lo que la señora Collins dice, “mando yo”, piensa el Santo Oficio. Y por esto, sin duda, es por lo que los funcionarios de ese Sagrado Dicasterio no toleran que nadie, venido de fuera, se entrometa en sus asuntos y en el modo de resolver tales asuntos.
Por poner un ejemplo, se me antoja que, en el Santo Oficio, tiene que sentar muy mal que se hagan públicos los abusos sexuales que algunos clérigos cometen contra niños y niñas menores de edad. La práctica preferida del Santo Oficio ha sido el ocultamiento en los motivos y en el proceso de sus decisiones. Los abusos de menores son un asunto que viene de antiguo en la Iglesia. Y hoy sabemos con seguridad que, hasta el pontificado de Benedicto XVI, una de las preocupaciones constantes en la Iglesia era que los abusos de menores se mantuvieran en secreto. Ya, en los años 50 del siglo pasado, yo tuve que soportar los avisos, que se nos mandaban a los que trabajábamos en un seminario diocesano, para que se mantuvieran en el más estricto secreto los abusos que allí se habían cometido contra chiquillos inocentes.
Es evidente que, durante mucho tiempo (no es posible saberlo con precisión), una de las grandes preocupaciones de la Curia Vaticana fue, ante todo, asegurar su buena imagen pública, aunque el precio de semejante imagen fuera destrozar los derechos y la dignidad de criaturas inocentes. Como es lógico, una Iglesia así, con semejantes convicciones y con tal escala de valores, no podía ser ejemplo de nada y para nadie.
Pues bien, así las cosas, el próximo lunes, 6 de marzo, se inicia en la audiencia de Granada el proceso contra los “romanones”. Un colectivo de once curas, que han sido acusados de abusos a menores. El asunto se ha ocultado cuanto ha sido posible. El arzobispo de Granada, don Javier Martínez, sabía lo que ha estado sucediendo en esta diócesis durante años. Y son bien conocidas las escenificaciones de inocencia que el prelado ha hecho en la catedral de la diócesis y en otras ocasiones. Este arzobispo tiene ya antecedentes penales, como es bien sabido. Pierdan o ganen este juicio los “romanones” (y el arzobispo), ¿cuándo llegará el día en que no sea necesario esperar a que un tribunal civil ponga las cosas en claro, sino que las autoridades eclesiásticas tengan tanta y tan transparente credibilidad, que con su palabra nos baste para estar seguros de lo que realmente sucede y quiere la Iglesia?
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