No recuerdo cuando comencé a vivir en el desierto, más bien lo que no
consigo saber es cómo pude vivir fuera de él. Supe que era mi lugar
desde que escuché de niño las palabras de Isaías: “Una voz grita: En el desiertopreparad un camino al Señor, allanad en la estepa una calzada para nuestro Dios” (Is
40,3) Acepté la misión que se me confiaba y me fui a conocer de cerca
aquel sequedal en el que tenía que intentar trazar caminos. Al principio
sólo la soledad y el silencio fueron mis compañeros y, junto con ellos,
la convicción oscura de estar esperando a alguien que estaba a punto de
llegar: “Mirad, yo envío un mensajero a prepararme el camino. ¿Quién resistirá cuando llegue?” (Ml 3,1-2)Lo había dicho un profeta y yo sentía arder en mi voz su misma urgencia por preparar el encuentro. “–¡Llega el Ungido de Dios!” comencé un día a gritar . “Él quebrantará al opresor y salvará la vida de los pobres…” (Sal 72,8.4).
Se corrió la noticia de mis palabras y comenzó a acudir gente, movida
por una búsqueda incierta en la que yo reconocía la misma tensión que
me mantenía en vigilia. Algo estaba a punto de acontecer, y me sentí
empujado a trasladarme más cerca del Jordán, como si presintiera que
iban a ser sus aguas el origen del nuevo nacimiento que aguardábamos con
impaciencia. Muchos me pedían que los bautizara y, al sumergirse en el
agua terrosa del río y resurgir de ella, sentían que su antigua vida
quedaba sepultaba para siempre. Les exigía ayunos y penitencia y les
anunciaba que otro los bautizaría con Espíritu. Yo sólo podía hacerlo
con agua: anunciaba unas bodas que no eran las mías, y yo no era digno
ni de desatar la correa de las sandalias del Novio.
Antes de comenzar la temporada de lluvias, en un mediodía nubes
apelmazadas y calor agobiante, se presentó un grupo de galileos y me
pidieron que los bautizase. Fueron descendiendo al río, hasta que quedó
en la ribera solamente uno, al que oí que llamaban Jesús. Al principio
no vi en él nada que llamara particularmente mi atención y le señalé el
lugar por el que podía descender más fácilmente al agua. Estábamos solos
él y yo, los demás se habían marchado a recoger sus ropas junto a los
álamos de la orilla. Lo miré sumergirse muy adentro del agua y, al
salir, vi que se quedaba quieto, orando con un recogimiento profundo.
Tenía la expresión indefinible de estar escuchando algo que le colmaba
de júbilo y todo en él irradiaba una serenidad que nunca había visto en
nadie.
Se había levantado un viento fuerte que arrastraba los nubarrones que
cubrían el cielo y comenzaban a caer gruesas gotas de lluvia. Un
relámpago iluminó el cielo anunciando una tormenta que levantaba ya
remolinos de polvo. Desde la ribera seguí contemplando al hombre que
seguía orando inmóvil, como si nada de lo que ocurriese a su alrededor
le afectara. Por fin, después de un largo rato y cuando ya diluviaba, lo
vi salir lentamente del río, ponerse su túnica y alejarse en dirección
al desierto.
Pasé la noche entera sin conseguir conciliar el sueño. Sin saber por
qué, me vino a la memoria un texto profético que nunca había comprendido
bien:
“Mirad, el Señor Dios llega con poder. Como un pastor que
apacienta el rebaño, su brazo lo reúne, toma en brazos a los corderos y
hace recostar a las madres (Is 40,10-11).Nunca había entendido por
qué el Señor necesitaba desplegar su poder para realizar las tareas
cotidianas de un pastor, ni por qué su venida, anunciada con rasgos tan
severos por los profetas, consistiría finalmente en sanar, cuidar y
llevar a hombros a su pueblo, sin reclamarle a cambio purificación y
penitencia.
Y, sin embargo, aquella noche, las palabras de Isaías invadían mi
memoria de manera apremiante, junto con una extraña sensación de estar
cobijado y a salvo. Y textos a los que nunca había prestado atención, se
agolparon en mi corazón. Era como si hasta este momento sólo hubiera
hablado de Dios como de oídas, mientras que ahora Él comenzaba a
mostrarme su rostro. Recordé el del galileo al que había visto orando en
el río, la expresión de honda paz que irradiaba, y me pregunté si a él
se le habría revelado el Dios que no es, como yo pensaba, sólo poder y
exigencia, sino también ternura entrañable, amor sin condiciones como el
de los padres.
Estaba amaneciendo y en los árboles de la orilla se oía el revuelo de
los pájaros y el zurear de las palomas. Recordé las palabras del Cantar
describiendo al novio:
“Mi amado...Sus ojos, dos palomas a la vera del agua que se bañan en leche y se posan al borde de la alberca...”(Cant 5, 10-11)
Me di cuenta sorprendido de que, al hablar del Mesías, siempre lo
había hecho con imágenes poderosas como la del águila, o de fuerza
avasalladora como la del león, mientras que ahora lo que me hacía pensar
en él era el vuelo sosegado de las palomas.
Cuando me sobrevino el sueño, la luz se abría ya paso entre los perfiles azulados de los montes de Judea.
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