José Carlos García Fajardo, Profesor Emérito de la Universidad Complutense de Madrid (UCM). Director del Centro de Colaboraciones Solidarias (CCS)
Más que planteamientos racistas, la islamofobia muchas veces se trata
de ignorancia supina y torticera que puede llevar al fratricidio más
sangriento.
“Hoy hace 525 años de la toma de Granada por los Reyes Católicos. Es un
día de gloria para las españolas. Con el Islam no tendríamos
libertad” así escribió en Twitter Esperanza Aguirre, dirigente del
Partido Popular, ex presidenta de la Comunidad de Madrid e insaciable
muestra de lo más rancio y decadente de un cristianismo fanático y de
una derecha enajenada en las antípodas del mensaje y de la vida del Rabí
Jesús de Nazareth. Adornó este mensaje con una bandera de España y un
cuadro del pintor Francisco Pradilla, “La rendición de Granada. Y lo
hace en defensa y usurpación de “las españolas”, para las que semejante
infausta conmemoración hoy debería de ser un día de gloria. Sería por la
rápida violación de las Capitulaciones de Santa Fe (1492) en donde esos
reyes católicos garantizaban reconocer lengua, costumbres, creencias,
propiedades, conocimientos y una amplia y destrozada relación de
derechos y de libertades.
Que fueron arrasadas por el fanatismo de la Inquisición y la codicia de los nobles y soberbios católicos castellanos.
Más que planteamientos racistas, muchas veces se trata de ignorancia
supina y torticera que puede llevar al fratricidio más sangriento. Como
la mayor parte de las fobias desarrolladas o inculcadas desde otras
posiciones sectarias, fanáticas y enfermizas.
De ahí la importancia de acercarnos a ese mundo al que pertenecemos
sin ser consecuentes. Como españoles, no podemos desconocer que el Islam
forma parte de nuestras raíces, de nuestras tradiciones y de nuestro
imaginario. Es imposible entender el ser de España sin esos ochocientos
años de convivencia en Al Andalus. Fueron siglos de enorme desarrollo
cultural y económico, científico, médico y literario.
Del mismo modo que nos sabemos greco romanos y de tradición
judeocristiana, es preciso redescubrir nuestra parte islámica en la
lengua, la arquitectura, la gastronomía, la agricultura, la artesanía,
la música y en nuestra manera de ser.
Cuando era joven, nos mortificaba que dijeran que África empezaba en
los Pirineos. Hoy me siento orgulloso de saberme africano y muy europeo,
a fuer de mediterráneo y de profundo admirador de Jesús de Nazareth.
Hemos padecido los efectos represivos de la Reconquista ganada por el
godo y que no fue capaz de reconocer tanta belleza, tanta cultura, tanta
ciencia y tanta sabiduría. Durante siglos nos secuestraron esa parte
entrañable de nuestro ser, y nos presentaron al “moro” como enemigo y
como peligro del que nos salvaba el Estrecho de Gibraltar.
Hoy nos asustan con el provocado durante siglos falso problema de la
invasión de inmigrantes africanos. Cuando éstos no hacen sino
devolvernos las visitas y usurpaciones que les hemos estado haciendo
durante quinientos años. En plena globalidad, con la revolución de las
comunicaciones, es menester recuperar nuestras señas de identidad más
profundas para que no nos lleve el viento por desarraigados.
El mundo islámico nos puede aportar razón para nuestra esperanza.
Cuando Rilke decía, en sus Cartas a un joven poeta, que es menester que
nada extraño nos acontezca fuera de lo que nos pertenece desde largo
tiempo, hace una llamada para que los pueblos recuperemos nuestro
pasado. Tan sólo asumiendo las contradicciones y el legado de la
historia podremos afrontar un futuro que no nos arrastre a la
despersonalización más suicida al convertirnos en “recursos humanos”
para ser explotados, en una sociedad globalizada dominada por el
pensamiento único.
Más de 1.200 millones de personas son musulmanas, pero no todas son
árabes. Los persas chiítas son musulmanes, como millones de indonesios,
pakistaníes, indios, europeos, rusos, africanos, asiáticos o
norteamericanos.
Hay musulmanes de todas las etnias y pueblos unidos por la Sharia, la
lengua árabe, la peregrinación a la Meca, el Ramadán y el calendario
musulmán.
A catorce kilómetros de África es incomprensible la ignorancia de los
españoles acerca de ese legado cultural. Demasiadas veces identificamos
a los musulmanes con los fundamentalistas afganos, iraníes, saudíes, o
yihadistas enloquecidos que poco tienen que ver con el Islam
auténtico. Eso sería como identificar el cristianismo con las nefastas
Cruzadas, la Inquisición o ciertos dogmas proclamados por algunos papas y
concilios en flagrante contradicción con el mensaje evangélico.
Es preciso despertar un movimiento en las universidades, en los
colegios y a través de los medios de comunicación para descubrir ese
patrimonio que nos pertenece. Conocer los cinco pilares del Islam: la
profesión de fe, la oración, la limosna, el ayuno y la peregrinación a
la Meca.
Descubrir el significado de la Umma o comunidad de los creyentes, de
las abluciones, del zoco y de la medina, de la mezquita y del baño
público, de su ayuno y de su hospitalidad, de su sentido social y
solidario con la práctica de la limosna, de la justicia y de la
humildad. Estamos ofuscados por prejuicios que no revelan más que
ignorancia y que supone un despilfarro de nuestras riquezas y
posibilidades.
No podríamos expresarnos si nos arrancasen ese casi 30% de arabismos que
posee el castellano, si nos arrancasen las acequias y el arte del agua,
la arquitectura y la música, el culto de las formas, de los olores y de
los colores; el refinamiento que transforma en arte las más humildes
realidades de la teja, el estuco, los azulejos o los esmaltes, los
cordobanes o los damasquinados, la taracea o el barro.
La más alta ocasión que vieron los siglos no fue Lepanto, sino la
Escuela de Traductores de Toledo que, en el siglo XIII, asistía a la
convivencia de los tres pueblos del Libro. Todos hablaban árabe entre
ellos y cada comunidad su lengua.
Debemos arrancar de nuestro imaginario la palabra “tolerancia”. No hay
nada que tolerar ni nadie está legitimado para tolerar nada a nadie sino
se creyera en posesión de la Verdad. No digamos ya ser intolerantes. Es
preciso acoger al otro en su diversidad, en su diferencia, en su
contradicción y en su riqueza y exigirles el consecuente respeto a las
nuestras. Sólo así se podrán alumbrar ese mundo nuevo y esa sociedad
nueva en la que todos nos sepamos ciudadanos del mundo, vecinos y, por
lo tanto, responsables solidarios.
No se puede temer a la verdad, ésta siempre libera y se descubre como
camino y como quehacer que da sentido a un vivir con dignidad. Acabemos
con fobias enfermizas e incontrolables que se curan mediante el
conocimiento mutuo, el respeto, el diálogo y el talento necesario para
construir unas sociedades ancladas en una sobriedad compartida.
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